El estudio de las transiciones se popularizó a partir de los 70 con la “tercera ola”. Desde entonces, una premisa fundamental en esta agenda ha sido que el paso de la autocracia a la democracia exhibe rasgos de naturaleza similar a través del tiempo y el espacio. Ello a pesar de evidentes contrastes entre regiones y países disímiles, y no obstante sus diferentes puntos de partida.
De esta manera, una verdadera avalancha de estudios de casos y comparaciones generó una sistematización de dicho programa de investigación alrededor de diversos “modos” y “tipos” de transición, tal ha sido el lenguaje predominante. Es decir, se produjo una clasificación basada en las diferentes trayectorias de cambio.
Así, y de manera muy resumida y general, la transición puede ocurrir “desde arriba”, por medio de negociaciones entre elites (como los pactos de la Moncloa) o impuesta (por instituciones existentes, por ejemplo, como la Constitución de Pinochet). O bien puede ocurrir “desde abajo”, cuando la movilización propicia una transformación pacífica del sistema (como con las grandes movilizaciones de la sociedad civil en Europa central) o cuando una revuelta popular eventualmente lleva a un quiebre del régimen (como en Sudáfrica).
Desde luego la transición en el mundo real comprende una mezcla de todos estos ingredientes, pero la simplificación permite estilizar recorridos útiles para el análisis comparativo. Es seguramente por ello que muchos de los que estudian la profunda y extensa crisis política venezolana han utilizado este enfoque en sus hipótesis sobre las perspectivas de democratización de dicho país. Lo cual presenta al menos dos inconvenientes.
El primero, empírico, es que al cabo de dos décadas de chavismo todas esas estrategias se han intentado en innumerables ocasiones, por separado y en combinación, fracasando una y otra vez. Recuérdense las múltiples instancias de diálogo, las constantes invocaciones a la Constitución de Chávez que el propio chavismo vulnera, la larga lista de marchas pacíficas, incluidas aquellas por el referéndum revocatorio, tanto como las movilizaciones para forzar la salida del régimen, ya sea a Miraflores o la del 30 de abril pasado.
El segundo inconveniente es de carácter analítico: el peculiar carácter del régimen, lo cual a su vez explica los reiterados fracasos anteriores. Lo que asemeja al franquismo, la dictadura de Pinochet, el régimen comunista y el Apartheid, entre otras autocracias de la historia, es que todos ellos fueron entidades político-ideológicas. Como tales, tuvieron en común comprender qué tuvieron que hacer cuando les llegó la hora: negociar, ceder y ejecutar su salida del poder. Es decir, hicieron política hasta el final.
En contraste, el régimen chavista no es una entidad política, más allá de que haya llegado al poder a través de la política. En el tiempo, el chavismo se ha transformado en un conglomerado de organizaciones criminales que ejercen control del aparato del Estado, el cual es inevitablemente parcial y fragmentado precisamente por tratarse de un conglomerado con competencia interna.
Como bien lo ilustra el episodio de la cota 905 donde se enfrentaron una banda criminal y el FAES, escuadrón de la muerte del régimen. El enfrentamiento concluyó con la retirada del FAES siguiendo órdenes de Maduro. Es decir, si el Jefe de Estado toma partido por el hampa—por una facción a expensas de otra, esto es—el Estado ya no existe.
De ahí que utilizar categorías analíticas de la literatura sobre transiciones oscurece el objeto de estudio. Pero, además, dicho vocabulario le ha sido extremadamente útil al régimen para normalizarse como actor político y ocultar su verdadera naturaleza. Todo ello mientras simula negociar una solución política, o sea, una “transición”. Así ha sido durante años.
Nótese, sin embargo: si la respuesta del régimen a la expansión de las sanciones de Estados Unidos ha sido abandonar la mesa del diálogo en Barbados, queda claro cuál es, o era, su objetivo: convertir a la dirigencia “opositora” en lobista del levantamiento de dichas sanciones. Dicha dirigencia tiene algunos puntos que aclarar al respecto pero, al igual que el chavismo, parece sentirse cómoda con el hermetismo noruego.
Y con dejar a la comunidad internacional, que la apoya, y a los venezolanos, que representan, en la incertidumbre. Pues ocurre que la partida voluntaria no está en la carta astral del chavismo. Dejar el poder es abandonar los negocios, son las diferentes empresas—criminales—de este conglomerado quienes vetan esa decisión. Por ello el país hace las veces de aguantadero, los venezolanos son los rehenes, el poder es condición necesaria para los ilícitos. La negociación del régimen es ad infinitum, así transcurre al menos desde 2014.
Así llegamos a “Tarde de perros”, que no es teoría sino metáfora. Una clásica película de robo de bancos con toma de rehenes y con Al Pacino como protagonista, acompañado por otro grande, John Cazale. Es una buena analogía del chavismo: por momentos drama, por momentos comedia del absurdo. El robo lo llevan adelante dos amateurs que llegan tarde y encuentran la bóveda casi vacía. Sonny Wortzik (Pacino) se convierte en celebridad repentina, en tanto negocia con la policía en la vereda y la televisión lo entrevista en vivo. Es un buen demagogo, arroja billetes al gentío detrás de las vallas policiales.
La empatia crece entre los atracadores y los rehenes, clásico síndrome de Estocolmo, mientras la presión aumenta cuando el FBI reemplaza a la policía de la ciudad y se hace cargo de la negociación. El cerco se endurece y no es justamente diplomático. El final se aproxima, los bandidos exigen un avión para viajar a Argelia. Van con los rehenes hasta la pista, pero el conductor del vehículo tiene un arma escondida. Es casi quirúrgico: un disparo en la frente y la alocada aventura de dos aficionados concluye. Se basó en una historia real.
Todo esto porque, insisto, no hay partida voluntaria, ni diálogo franco, ni negociación genuina. Y si al final ello incluye el uso de la fuerza por parte de Estados Unidos, lo cual ni siquiera es probable, quienes siempre encuentran conspiraciones del imperio, como Maduro y compañía, deben saber que ya no será cuestión de la CIA como era antaño. En la Venezuela chavista, si ello llega a ocurrir será cosa de la DEA.