Demasiado obvio que la dictadura no cerrará la Asamblea Nacional, impunemente. Lo hubiese hecho antes, pero un alto y decisivo costo se lo impide, excepto la temeraria apuesta por el suicidio político que ejerce un formidable peso entre los elencos del poder.
Al interior del régimen, hay factores que muy bien saben, por paradójico que parezca, que la existencia del parlamento constituye una mínima garantía de supervivencia, pues, por un lado, de ejecutarlo, quedarán a la merced de un parapeto constituyente que lo saben ilegítimo, bajo dominio, por el otro, de quienes están internacionalmente sancionados. Sin el contrapeso opositor, la asfixia será total y estalinista en un oficialismo que no tiene el vigor que aparenta o, mejor, ya ni le preocupa aparentar.
Conocen muy bien del reconocimiento universal de la AN, e – incompetente para ello – la tal constituyente dista demasiado de la que tardó en cerrar el Congreso, precisamente, desde agosto de 1999, en la era miquilenista. El presidente encargado de la República ha alertado a la opinión pública, pero igualmente ha anunciado la decisión de proseguir la ruta que no es otra que la del coraje, por cierto, reñida con los diálogos incondicionales.
En otro orden de ideas, la Universidad de Carabobo ha propuesto un instrumento legal para la indexación salarial de los trabajadores universitarios. Cuenta con el apoyo de la Fracción Parlamentaria del 16 de Julio que, a la vez de sincerar y reconocer la inmensa deuda, no sólo ridiculiza las tablas ilusas que promueven ahora los afectos del régimen, desesperados por lanzar un señuelo, sino que recupera la importancia y trascendencia de un quiebre.
Legislar en las actuales circunstancias significa actualizar un diagnóstico, movilizar a la ciudadanía y echar el piso jurídico para una transición. Y ésta, ofrecerá el otro contexto de reconstrucción inmediata de la economía, ciertamente libre y competitiva, llamada a satisfacer holgadamente las justas demandas de los sectores universitarios.