La semana pasada señalé en este mismo espacio lo difícil que resulta consolidar la democracia si sus ciudadanos no la han internalizado y, en consecuencia, hecho parte de su conducta republicana.
Tal vez esta sea una de las razones por las que hoy Venezuela sea un trágico ejemplo al respecto, aunque no el único, por supuesto. Pero en nuestro caso, las élites políticas, económicas y sociales, así como buena parte de la opinión pública, nunca internalizaron la democracia, ni la hicieron parte de su conducta ciudadana. Sólo así se explica que muchos de ellos votaran por un militar golpista en 1998 –y lo reeligieran varias veces–, a pesar de que su único “mérito” a tales efectos era precisamente su conducta antidemocrática y totalitaria.
Pero –al lado de esa exigencia: la democracia como modo de vida ciudadana–, existe otra muy importante, que la complementa de manera lógica: la necesidad de que ella misma pueda crear eficaces antídotos institucionales que aseguren su defensa y la derrota de sus enemigos, esos mismos que, desde adentro y utilizando sus propios mecanismos, luchan tenazmente para eliminarla.
Por desgracia, la democracia ha sido y sigue siendo demasiado generosa para dar voz y voto a sus adversarios más terribles. Fundamentándose en los principios de equidad, tolerancia y libertad que le son consustanciales ha permitido todo tipo de abusos en su contra y, lo que resulta peor aún, ha entregado a sus adversarios las armas para que estos, conforme a sus siniestros propósitos, la liquiden en cuanto pueden, alegando sus fallas y vicios como razones últimas. De esta manera, esos enemigos declarados utilizan perversamente –insisto al respecto– las propias garantías que les brinda el sistema democrático, para sepultarlo. Sobran los ejemplos en este sentido.
Lamentablemente, la democracia se ha convertido en una “víctima complaciente”, como lo aseguraba el pensador y escritor francés Jean-François Revel a principios de los ochenta en su conocida obra “Cómo terminan las democracias”. “La civilización democrática –agregaba– es la primera que se quita la razón frente al poder que se afana por destruirla” y, probablemente, más que la fuerza de sus enemigos, ha sido mayor causante de su derrota la humildad con que la propia democracia “acepta desaparecer y se las ingenia para legitimar la victoria de su más mortal enemigo”. Así, por lo general, según el valedero criterio de Revel, “es menos natural y más nuevo que la civilización agredida (en este caso, agrego yo, la democracia) no solo juzgue en su fuero interno que su derrota está justificada, sino que prodigue, tanto a sus partidarios como a sus adversarios, innumerables razones para describir toda forma de defensa suya como inmoral, en el mejor de los casos como superflua e inútil, frecuentemente incluso como peligrosa”.
Agrega Revel que “el enemigo interior de la democracia juega con ventaja, porque explota el derecho al desacuerdo inherente a la democracia misma”. Se trata de una verdad monumental, como lo ha venido demostrando la reciente historia, con el añadido de que los sistemas democráticos son de nueva data, menor a los 200 años, por lo general. Pero ocurre que ellos conllevan una falla de origen que sus adversarios utilizan para destruirla: “…la democracia es ese régimen paradójico –sigue señalando el pensador francés– que ofrece a quienes quieren abolirla la posibilidad única de prepararse a ello en la legalidad, en virtud de un derecho, e incluso de recibir a tal efecto el apoyo casi patente del enemigo exterior sin que ello se considere una violación realmente grave del pacto social”.
Tal vez por esa razón, no faltan quienes sostengan que combatir y reducir a la mínima expresión a quienes quieran destruirla contradice las normas mismas de funcionamiento de la democracia, en virtud de su naturaleza pluralista y diversa. ¿Será esto cierto? ¿O tal vez sea una forma de chantaje –muy cínico, por supuesto– de sus enemigos, por cuanto ellos se deshacen fácilmente de los suyos en caso de que amenacen su existencia, lo que casi nunca ocurre porque se les impide actuar desde el principio, al contrario de las democracias? Bien se sabe que los totalitarismos no aceptan alternativas ni otras fórmulas debido a su propia naturaleza.
En consecuencia, resulta muy claro que para el recto funcionamiento del sistema democrático también debe existir reciprocidad hacia él por parte de quienes reciben sus garantías y el respeto al libre ejercicio de los derechos de opinar y participar. Por lo tanto, si existen grupos extremistas que no hacen suyos esos principios democráticos ni la convivencia que implican para ejercerlos pacíficamente, resulta natural que no tengan la misma consideración que quienes sí lo hacen y permiten así su cabal funcionamiento.
Porque, en definitiva, la democracia está en la obligación de defenderse, lo que implica actuar contra quienes quieren destruirla. La democracia no puede ser tolerante con quienes pretenden liquidarla desde adentro, por cuanto arriesga su propia existencia. Ya sucedió en el siglo pasado en Europa cuando los fascistas y los nazis acabaron con la democracia liberal parlamentaria usando sus propios mecanismos de elección y alternancia, para luego implantar perversas dictaduras criminales, con un saldo trágico de, al menos, 50 millones de muertos.
Por lo demás, flaco servicio se le hace a una democracia cuando en nombre de la libertad de opinión y de información se ejecutan campañas para erosionarla en la confianza de los ciudadanos, destacando sus lunares y ocultando sus logros. Por supuesto que nadie en su sano juicio puede pretender que no exista la crítica y el cuestionamiento de todo aquello que resulte negativo e inconveniente. Pero cuando se trata de campañas mal intencionadas y siniestras, deliberadamente ejecutadas para derrumbar democracias no consolidadas, el resultado final casi siempre resulta en beneficio de tendencias populistas, autoritarias o totalitarias.
Y si logran deponerlas, lo más seguro es que el sistema que las suplanta nunca tendrá los aspectos positivos de la democracia, sino que por lo general traerá consigo la profundización de todos los aspectos negativos y perversos. El caso venezolano resulta hoy más que evidente al respecto.