La semana pasada me referí a la débil consolidación de la democracia venezolana en los años finales del período que algunos han denominado “La República Civil”.
Vale la pena volver sobre el tema, ampliando algunos aspectos. A ello nos obliga –por una parte– la muy corta memoria histórica de los venezolanos y –por la otra– la ausencia de una arraigada conciencia ciudadana y republicana, circunstancias que en las últimas décadas nos han afectado como Nación.
Comencemos por un hecho aparentemente anecdótico, aunque su gravedad deja muy en claro la falta de responsabilidad y de convivencia institucional que viene afectando a la dirigencia política venezolana desde hace algún tiempo. Se trata de la juramentación inconstitucional y cínica que hizo el golpista de 1992 al tomar posesión de la presidencia de la República en febrero de 1999.
Bien se sabe que toda juramentación es un acto solemne, aquí y en cualquier parte, y no admite condicionamientos de ninguna especie en cuanto a su formulación, por cuanto existen procedimientos protocolares claramente establecidos, todo lo cual es fundamental en materia de Derecho. Que Chávez haya “jurado” sobre lo que calificó como una “moribunda Constitución” (la de 1961) expresa en toda su magnitud quién era el sujeto y hacia dónde se dirigían sus pasos al tomar el poder, tal como lo confirmaron posteriormente los hechos. Porque esa Constitución vigente entonces no podía ser “moribunda” mientras no fuera reformada o sustituida por otra, conforme a sus propias disposiciones, las cuales, como se sabe, se violaron descaradamente.
No hubo entonces, por cierto, un solo senador, diputado o magistrado que protestara en ese preciso instante aquella gravísima falta por parte de quien debió jurar respetar y defender la Constitución vigente, a la que ni él ni nadie podían calificar de moribunda, porque tenía plena eficacia y vigor. Alguien podrá restarle importancia a lo que de manera simplista se califica como “formalismos protocolares”. El problema es que no lo son propiamente, sino que –muy por el contrario– constituyen la expresión indiscutible de la voluntad del mandatario de someterse a Carta Magna, a su eficacia, defensa y respeto. Y todo ello, sin olvidar que las formalidades son esenciales en materia de Derecho y de leyes, aquí y en cualquier parte. Pero la cobardía institucional de tal ocasión, expresada vergonzosamente por el silencio cómplice de aquel Congreso y de aquella Corte Suprema de Justicia presentes en tal ceremonia, permitió tan gravísima falta, lo que, por otra parte, anunciaba con antelación el propósito dictatorial de quienes asumían el poder.
Aquello, por supuesto, no podía ser una sorpresa, tratándose de un sujeto que cinco años antes había encabezado un frustrado golpe de Estado. Pero en una democracia consolidada no debió haberse permitido. A algunos –insisto– puede parecerle algo insignificante, pero en realidad constituyó una gravísima falta, no sólo al ceremonial de estilo, sino a la majestad de la Constitución, cuyo acatamiento es deber de todos los venezolanos y, en primer lugar, de quien ejerce la Presidencia de la República. Sin embargo, nada pasó entonces, salvo algún murmullo soterrado de quienes se dieron cuenta de la amenaza presente en las palabras de Chávez. El resto del país, alelado por el chafarote que prometía cambiarlo todo para mejorarlo todo, ni siquiera se dio cuenta de lo que pasaba en el hemiciclo del Senado.
La verdad es que si no se habían dado cuenta de su trágico error al votar por un golpista convicto y confeso en diciembre de 1998, menos podían advertir lo que parecía entonces una simple malacrianza ceremonial a la hora del juramento presidencial. En diciembre del 1998 la que se había expresado era una primera minoría electoral –pues nunca fue mayoría, ni entonces ni después–, harta de los partidos y de los políticos, y a quienes la democracia le importaba tan poco que decidieron votar por alguien que, apenas unos pocos años, antes había intentado derrocar un gobierno democrático, algo nunca visto en la historia electoral venezolana. Porque si, en efecto, antes hubo candidatos presidenciales que habían sido comandantes guerrilleros (Américo Martín en 1978 y Teodoro Petkoff en 1983 y 1988), sus votaciones siempre fueron minoritarias. Pero que ahora, en 1998, ganara una elección un golpista redomado que siempre se ufanó de esa condición ponía de manifiesto que la democracia no había sido internalizada por una porción importante de venezolanos.
Lo cierto es que cuando esos millones de electores venezolanos decidieron entonces votar por el militar golpista lo hicieron sin duda animados por una cierta dosis de resentimiento, combinada con marcados deseos de venganza y también por la injustificable “necesidad” (lo que en realidad fue una necedad) de una “cachucha”, de un “chapulín colorado” o de un nuevo “salvador de la patria”, tara recurrente en el imaginario venezolano. Creyeron que de esta manera podían sustituir el liderazgo civil, democrático y moderno con que contaba el país de entonces y que, no obstante sus inocultables fallas y errores, ha resultado históricamente muy superior a la pandilla de ladrones, ineptos e insensibles que junto a Chávez llegaron al poder en 1998 y han saqueado al país durante 20 largos años.
Porque lo más grave es que ese apoyo no se limitó a las elecciones de 1998, sino que se repitió en sucesivos procesos ulteriores, como el referendo consultivo sobre la convocatoria a una Asamblea Constituyente; la posterior elección de sus miembros y el referendo aprobatorio del proyecto de Constitución “Bolivariana”, durante 1999. Le siguieron la relegitimación del entonces presidente y la elección de la nueva Asamblea Nacional y de gobernadores, alcaldes, legisladores regionales y concejales en 2000. A partir de 2003, esa base mayoritaria de apoyo popular se redujo, aunque siguió siendo importante. Muchos de sus partidarios iniciales siguieron apoyando al régimen en el referendo aprobatorio de 2007, en la reelección presidencial de Chávez en 2006 y 2012 y, finalmente, en la muy cuestionada “elección” de Maduro en 2013.
De manera que fue un apoyo sistemático y continuado –aunque cada vez menor–, pero que le permitió al régimen revalidarse cuando se lo propuso, apoyado en el uso inmoral y deshonesto de los gigantescos recursos del patrimonio público, la maquinaria del Estado y mediante sofisticados mecanismos fraudulentos, adelantados por el propio Concejo Nacional Electoral (CNE).
Con aquella actitud ingenua o pendeja, pero en todo caso absolutamente imprudente, se demostró cuán débil era la conciencia democrática de una importante porción de venezolanos. Por esa lamentable razón, le abrieron la puerta a esta involución criminal, ruinosa y destructora que ha significado para todos el régimen instaurado en 1999.