“El precio de la libertad es su eterna vigilancia”.
Thomas Jefferson
En mis tres artículos de opinión anteriores he venido analizando lo que a mi juicio constituye –desde hace algún tiempo– la ausencia de una conciencia democrática e institucional en una importante porción de venezolanos y, lo que resulta más grave aún, en sus élites dirigentes.
Por Gehard Cartay Ramírez
Esa ausencia de conciencia democrática e institucional trajo consigo el descuido en mantener una efectiva vigilancia para que la democracia instaurada en 1958 siguiera siendo efectiva, y no se viera amenazada por los factores que siempre están dispuestos –aquí y en todas partes– a liquidarla, tema que ya analizamos en entregas anteriores, y que tiene su soporte en la debilidad intrínseca de la democracia frente a sus adversarios.
Por supuesto que ya lo que pasó no tiene remedio. Pero sería una estupidez no aprender las lecciones que nos deja ese pasado fatídico, que ahora se prolonga en este funesto presente que sufrimos en Venezuela. Cuando salgamos de esta tragedia nacional, ojalá más pronto que tarde, habrá que tomar los correctivos indispensables para que nunca más Venezuela vuelva a padecer una hecatombe tan trágica como la de ahora.
Y es en este punto donde adquiere plena vigencia el pensamiento de Jefferson que le sirve de epígrafe a estas notas: “El precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Si cambiamos la palabra libertad por la palabra democracia –en cierto modo son sinónimas y se contienen una en otra–, el resultado es el mismo. La democracia existe mientras la vigilemos permanentemente, a los fines de que no pierda su sentido y pueda consolidarse de manera definitiva.
Por desgracia, en Venezuela no asumimos su vigilancia para que pudiera estar vigente por largo tiempo. Todo lo contrario. Se hizo cuanto se pudo para liquidarla. Ese proceso se acentuó en las últimas décadas y puede ser considerado como una de las causas primarias de la elección del teniente coronel Chávez como presidente de Venezuela en 1998 y del consiguiente desastre que se inició al tomar el poder, hoy evidenciado en un país arruinado, destruido y en trance casi de disolución.
Porque sólo un déficit de conciencia democrática pudo empujar a una mayoría precaria a sufragar por un candidato que, desde sus inicios, se mostró como alguien contrario a la democracia. No sólo estuvo a la vista de todos su felonía golpista del cuatro de febrero de 1992, sino también el conocimiento posterior de los proyectos de decretos fasciocomunistas que tenían previsto promulgar en caso de haber asumido el poder entonces.
Desde luego que la gran mayoría de quienes votaron por el militar golpista ganador de 1998 no se inculpan a sí mismos al haber apoyado a un militar insubordinado contra la Constitución de 1961 y contra un gobierno elegido por los venezolanos; que nunca se arrepintió de esos crímenes, y en quien entonces y después también confiaron ciegamente. Sólo algunos recelarían años más tarde, cuando se evidenció que su gobierno conducía a Venezuela hacia el desastre. Pero entonces su culpa la trasladaron a Caldera, por lo del sobreseimiento cinco años antes. Fue la actitud típica de quienes siempre atribuyen a los demás sus vicisitudes y nunca asumen su responsabilidad, práctica recurrente en algunos venezolanos y que, por lo visto, comienza tempranamente en la escuela cuando los que son reprobados alegan que “los rasparon”, mientras que quienes aprueban sus exámenes entonces afirman que “pasaron”. Es decir, lo positivo es producto de nuestra responsabilidad. Lo negativo siempre es culpa de otros, nunca es nuestra.
Por desgracia, ese déficit de conciencia democrática e institucional también afectó a quienes ejercían el poder durante los frustrados golpes de Estado de febrero y noviembre de 1992. El propio presidente Carlos Andrés Pérez, por ejemplo, jamás admitió su irresponsabilidad como Jefe de Estado y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Nacionales –tal vez por sentirse sobrado en su liderazgo– al no haber hecho a caso a las múltiples y tempranas advertencias que los organismos de inteligencia de su propio gobierno le trasmitieron, desde 1990, sobre aquel golpe en marcha que, al parecer, todo el mundo oficial conocía de antemano y ante el cual no hubo reacción alguna para abortarlo. CAP tampoco fue capaz de aprender las lecciones que dejó El Caracazo en febrero de 1989, tan sólo dos meses después de haber asumido el poder, ni las que se derivaron de los dos intentos de golpes de Estado en su contra en febrero y noviembre de 1992.
No hubo tampoco conciencia democrática e institucional dentro de la cúpula militar de aquel momento, que dejó actuar por su cuenta a los golpistas pensando tal vez que ellos podían ser los beneficiarios de la felonía de 1992. Por cierto que fueron los mismos que autorizaron la breve intervención televisada en vivo del jefe golpista –a pesar de la orden en contrario que les dio entonces el presidente Pérez–, esa misma que le permitió darse a conocer ante el país y lo lanzó a la fama con su célebre “por ahora…”
Tampoco el presidente Jaime Lusinchi (1984-1989) demostró conciencia democrática e institucional. Le cabe también una alta cuota de responsabilidad en el descuido de la institución castrense, por no haber tomado medidas correctivas al respecto, pues, incluso, a finales de agosto de 1988 hubo una intentona golpista contra su gobierno –fracasada por divergencias entre los oficiales conspiradores– e, incluso, en las altas esferas de su gobierno ya se sabía de movimientos conspirativos en las Fuerzas Armadas Nacionales, por lo menos a partir de 1985. A pesar de todas estas circunstancias no se tomaron los correctivos del caso.
Por todas estas razones y de cara al futuro, cuando salgamos de esta vorágine, debemos hacer nuestro el sabio pensamiento de Jefferson: “El precio de la libertad –y de la democracia, añadiríamos– es su eterna vigilancia”.