En los últimos años hemos sido testigos de la proliferación de ideas altisonantes y corrosivas que destruyen el espacio deliberativo público. Esas ideas van desde la promoción de dictaduras “salvadoras de la plaga comunista”, la fantasía de la invasión extranjera, la justificación de nuestras dificultades económicas diciendo “es que somos muchos habitantes” (con lo cual se desearía que la diáspora creciera) o la sincera estupidez de promover candidaturas de líderes religiosos a la presidencia olvidando que somos un Estado laico.
Son tantas las ridiculeces vertidas sobre la prensa y las redes sociales que el listado sería muy largo para este espacio. Compiten en credibilidad y verosimilitud con las sectas posmodernas antivacunas, tierraplanistas y el machismo vernáculo “pelo en pecho” que sólo habla de “maricos y putas” cuando se refieren a los colectivos LGBTI o a las reivindicaciones femeninas.
Ahora bien, lo patético se suma a lo trágico cuando el resto de nuestra sociedad deja colar esas cuadrúpedas verbalizaciones bajo la excusa de que “es una opinión, todas las opiniones deben respetarse”. Pues no. Las personas merecen todo el respeto a su dignidad, pero las opiniones impresentables, vergonzosas y dañinas no merecen respeto alguno.
Uno de repente escucha o lee a alguien decir, indiferente de sus estudios, títulos o nivel socioeconómico porque la idiotez está ampliamente distribuida, “la educación debe privatizarse porque nadie debe depender del Estado”. Y, en vez de denunciar tal despropósito, callamos y otorgamos.
En ese caso nuestro silencio otorga la licencia para desechar el camino hacia nuestra civilización iniciada con Guzmán Blanco en el siglo XIX (por un “Liberal” por cierto) con el decreto de educación primaria obligatoria y a la existencia de la universidad gratuita, pública y autónoma de hoy. Si la pena ajena no fuera poca, he escuchado tales pretensiones de estudiantes y docentes en las mismas universidades públicas. Cosas similares se escuchan en referencia a la salud pública y a la necesidad de entregar alimentos a quienes hoy sufren hambre, demostrando que su dogmática idea del libre mercado es más importante que la gente.
En estos días se calificó de comunista y colaboracionista al diputado Stalin González (Vicepresidente de la AN y diputado de UNT) haciendo mano de una inapelable evidencia: “se llama Stalin”. Algo similar ocurre con Edgar Zambrano a quien antes y después de su injusta cárcel en Fuerte Tiuna se le acusa alegremente de ser un colaborador de la dictadura. Los diputados en su conjunto no cobran sueldo, no pueden tener trabajos normales porque sus cargos son a dedicación exclusiva, los partidos no reciben financiamiento público (además de estar ilegalizados), no salen de vacaciones (ni siquiera durante el constitucional receso legislativo) pero hay quienes se les “respeta la opinión” de decir “ellos dialogan en el paradisíaco Barbados y el pueblo pasando roncha”.
Otros van más lejos en su brutal mezcla de fanatismo maricorino y fascismo manifiesto cuando dicen “el voto no sirve, los pueblos se equivocan” y otros dejan perplejo al colega Jhon Magdaleno a quién, pese a tener evidencia histórica irrefutable en mano, le siguen diciendo la falsedad manipuladora de “dictadura no sale con votos”.
Pues, amigo lector, tenga cuidado. Revise la veracidad de la información que recibe y haga un esfuerzo por formarse un criterio propio que sea inmune a los intentos deliberados de manipular su equilibrio anímico con emociones corrosivas. No se deje contaminar con el odio institucionalizado del Chavismo, ni por los intentos de hacer política soportados en el revanchismo propio del Maricorinismo. Y mejor, ni calle ni otorgue, opiniones impresentables deben ser respondidas sin amagues. Las vacunas son insustituibles, la tierra no es plana y el camino para solucionar la crisis de Venezuela es pacífica, constitucional y electoral.