Luis come un helado de bolsita junto a un grupo de vendedores informales en la plaza Miranda frente al Centro Comercial Millenium. Viste un suéter blanco con rojo lleno de manchas oscuras, su cabello está teñido de marrón y sus pies descalzos. Su apariencia y su forma de hablar lo confirman: Es otro niño de la calle.
Raylí Luján / La Patilla
Yorgelis y Mariana* se bañan en un chorro de agua que cae en la fachada de un vivero cercano al museo de transporte “Guillermo José Schael”, en Los Dos Caminos. Al terminar, atraviesan descalzas la avenida Francisco de Miranda con par de pimpinas en las manos. Forman parte del mismo grupo de Luis, que adaptó un rincón debajo de la plaza Miranda como su nuevo “hogar”.
Son niños y adolescentes entre 11 y 19 años de edad. Algunos viven en la calle desde hace meses, otros ya han cantado varios cumpleaños fuera de casa y todos recuerdan la historia que los hizo huir.
“Uno pasa mucho trabajo, uno tiene que salir para la calle a buscar comida (…) bajo a veces a visitar a mi mamá, pero hay que reciclar para poder comer. Uno sale para mandar comida”, dice Luis, de 14 años de edad, de los cuales los 4 últimos los ha pasado viviendo en la calle.
El hambre en una vivienda que compartían con varios hermanos es el factor común que une a estos niños que habitan en las calles de Venezuela. La madre de una de las jóvenes, envuelta en esta situación por más de 2 años, sostuvo que ha intentado todo por regresarla al hogar con la promesa de garantizarle su alimento. Hasta ahora, no ha sido posible.
“Ella dice que no quiere ir para la casa porque le da lástima ver la situación que estamos pasando. Yo he intentado llevármela poco a poco pero todavía no he podido y es que a veces se come y a veces no. La situación no va a mejorar, mientras que no quiten a ese tipo de ahí no va a pasar nada”, cuenta la representante que ejerce como ama de casa para mantener a sus otros 4 hijos y se vale principalmente de la caja Clap para poder alimentarlos.
Las autoridades policiales les persigue, los golpea y los obligan junto a una comisión de Misión Negra Hipólita o Idenna a trasladarse a un complejo donde prometen darles atención aunque no estén en su máxima capacidad para lograrlo.
“Que nos agarre la policía es mi mayor miedo. El otro día violaron a una hermana mía en la avenida Sucre, no denunciamos porque nos dijeron que nosotros éramos de la calle (…) cuando nos agarró la gente de Negra Hipólita nos pegaron, nos llevaron y estuvimos solo un día. Nos dejaron ir porque ahí no había comida ni para meter más gente”, explica Yorgelis, de 15 años de edad, quien además denunció que en estos centros de refugio son contenidos con inyecciones que les producen desmayos.
El Instituto Autónomo para Consejo Nacional de Niños, Niñas y Adolescentes (Idenna), adscrito a la Lopnna cuenta actualmente con 88 complejos en todo el país. Uno de ellos se encuentra ubicado en Los Chorros y tiene una capacidad de 100 niños, sin embargo el éxodo de personal y la crisis alimentaria ha reducido ese número a 50.
De 600 profesionales que deberían participar en los programas de Idenna solamente en el estado Miranda, se encuentran activos entre 200 y 300, de acuerdo a un trabajador que prefirió no ser identificado. Cinco profesionales, entre ellos psicólogos, son los que conforman el equipo multidisciplinario que labora en el complejo de Los Chorros, lo que impide dar atención adecuada a todos los niños allí resguardados.
Óscar Misle, de Cecodap por los Derechos de la Niñez y Adolescencia, explica que se requiere más que buena voluntad para darle atención a estos casos, puestos en segundo plano por una sociedad que se sume en una grave crisis socio-económica.
“Es importante el tipo de asistencia para reparar el daño. Se requieren recursos, voluntad, interdisciplinaridad de diferentes especialistas, constancia y permanencia y lugares donde puedan estar, con techo y comida y un equipo multidisciplinario”, indica.
En la calle también se presentan otros aspectos como niños que son extorsionados por adultos o que a pesar de tener o haber tenido un hogar, se han dedicado junto a uno de sus padres, a vivir de la colaboración de personas con mayores recursos.
“Pedimos desde hace dos meses aquí y la gente nos ayuda con galletas, ponqués o cualquier cosa. Mi mamá a veces viene y a veces pide en la plaza. Nos sacaron de una casa donde estábamos alquilados en Pérez Bonalde y ahora pedimos”, dijo Valentina*, una pequeña de 7 años que junto a su hermana mayor de 12 años piden en los alrededores del supermercado San Lorenzo en Altamira.
Misle sostiene que el incremento de estos jóvenes en situación de calle se estaría dando a raíz del crecimiento de la pobreza y la falta de programas para atenderlos, lo que hace más fácil visibilizarlos. Por otra parte, asegura que la sociedad ha ido asumiendo y naturalizando el deterioro, no solo de los niños de la calle, sino a nivel general. “Nos vamos acostumbrando a vivir en el deterioro, físico, moral, de infraestructura y nos vamos volviendo un poco insensible hacia la situación”, agrega.
Regresarlos al hogar no es tarea sencilla y el terapeuta resalta un par de razones: “En la cultura del niño de la calle, cuando él sale y se encuentra con otros niños ellos se asocian y se agrupan, les da sentido de pertenencia, se dan situaciones de solidaridad y ellos sienten que de alguna manera en la calle, obtuvo lo que les faltó en la casa, sentir que le importa a alguien, poder sentirse acompañado por alguien y obtener logros a través de esa alianza”.
Sobre los niños en situación de calle en Venezuela no existen estadísticas puntuales. La naturalización del problema sumada a la falta de políticas públicas abocadas a darle respuesta le imposibilitan a estos jóvenes desarrollar una niñez normal y sana.
“El corazón del niño de la calle no es una pizarra en blanco, allí hay muchas anotaciones de su historia pasada que hay que releer para poder sanar sus heridas porque si no se sanan van a empezar a morder y cuando ese niño se haga adulto va a empezar a delinquir buscando vengarse de lo que la sociedad le negó”, apunta Misle.