Siempre ha habido una rara y chocante coherencia en sectores de la izquierda cuando se trata de defender a los suyos en casos de corrupción —como da cuenta el proceso de Lula da Silva— y también una desconcertante complicidad y apoyo a dictadores de su línea del tipo de Castro y Chávez. La explicación a este curioso y a la vez perverso fenómeno es que el socialismo, a diferencia de la social democracia genuina, es una doctrina religiosa que santifica a sus promotores en virtud de la mera adscripción a la causa que representan.
Quienes fueron socialistas marxistas y no lograron superar del todo el mesianismo de esa ideología están convencidos de que el mundo es un lugar contaminado por el pecado burgués, un conjunto de opresiones y discriminaciones visibles e invisibles que han relegado a vastos segmentos de la población al sufrimiento. Su causa es, por tanto, humanista en el sentido abstracto de la palabra y consiste en la liberación de esos oprimidos en tanto grupo también abstracto.
En otras palabras, los socialistas no se preocupan por individuos pobres u oprimidos de carne y hueso específicos, pues, si lo hicieran, tendrían que ayudarlos directamente a aliviar su dolor. Al reemplazar a las personas concretas por una causa teórica como la de ‘los oprimidos’, no tienen que ejercer la solidaridad, sino hacerse del poder político que les permita cambiar ese mundo injusto. Ese fin es tan grandioso, que no hay costo lo suficientemente elevado para alcanzarlo. De ahí que la izquierda tenga, hasta hoy, serios problemas con condenar a sus genocidas. Y es que, en el fondo, sienten que todas esas muertes no son nada cuando se comparan con lo glorioso de la causa a la que sirvieron.
Del mismo modo, no les importa que la supuesta liberación que dicen conseguir se convierta en esclavitud, ya que, en tanto sean ellos los que sostienen las cadenas, estas serán instrumentos al servicio de la humanidad. Por lo mismo deben no solo tener el poder, sino todos los lujos y riquezas que alguna vez denunciaron, pues también estos, si se encuentran en sus manos, sirven no al capitalista explotador, sino al justiciero transformador que los requiere para llevar a cabo su noble misión. Ello explica que no les moleste que, mientras el pueblo se moría de hambre, Castro y Chávez hayan vivido como multimillonarios, menos aun que su fortuna haya sido producto del crimen y del robo y que, al mismo tiempo, detesten al empresario privado. Esta perversión de la lógica tan típica del socialismo es la que también les permite justificar su corrupción de manera tan descarada.
Después de todo, piensan, si no ejercemos el poder nosotros, lo dejamos a los que son malignos en serio. Y si para evitar eso resulta necesario robar, pues entonces, por el bien del pueblo, hay que hacerlo. La derecha, por supuesto, también cae en corrupción, pero nunca muestra sentirse casi orgullosa de ella. Difícilmente se verá en un expresidente electo de derecha condenado una defensa del tipo de la que la izquierda hizo con Lula da Silva. Y es que la derecha, a diferencia de la izquierda, nunca ha abrazado una causa que sea capaz de glorificarse a sí misma y, por tanto, no ha estado siquiera cerca de invertir las categorías de bien y mal al punto de sentirse santificada al matar o robar.
Este artículo fue publicado en fppchile.org el 17 de septiembre de 2019