“Venezuela es una realidad aplastante, que aplasta incluso a sus hijos” (Francisco Suniaga. El Pasajero de Truman. Ediciones Mondadori. 2008: 202).
*El pasajero de Truman*, de Francisco Suniaga, es una novela sobre la vida política venezolana que indaga un hecho crucial en el siglo XX: La candidatura presidencial del Dr. Diógenes Escalante (1877-1964) y su enfermedad. Escalante era el hombre de consenso para construir la transición entre el régimen andino y uno nuevo de plenas libertades democráticas protagonizado por los partidos políticos. Este infortunio desencadenó una serie de acontecimientos que desembocaron en el derrocamiento del presidente Isaías Medina Angarita, el 18 de octubre del 45, y los sucesos posteriores que condujeron a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. La obra se desarrolla a partir de una conversación, imaginada por el novelista, que sostienen dos de los testigos de aquel drama, ya ancianos: Hugo Orozco (Humberto Ordóñez en la novela), secretario de Escalante cuando se desempeñaba como embajador de Venezuela en EE.UU., y Ramón J. Velásquez (Román Velandia), también secretario de Escalante cuando fue candidato presidencial. Escalante enfermó y perdió la razón el lunes 3 de septiembre de 1945 y su amigo personal, el presidente Harry S. Truman, envió un avión a Caracas para llevárselo a un hospital norteamericano. El libro tiene la virtud de hacernos reflexionar sobre el presente utilizando claves históricas, destacando la fragilidad de nuestra cultura e institucionalidad republicana.
Aunque su autor se propuso hacer una novela, cometido que logró con excelencia, quienes admiramos su obra hemos buscado más allá de la narrativa para encontrar un conjunto de observaciones políticamente relevantes. Por eso, El pasajero de Truman es también un valioso manual de la política venezolana que contiene una concepción realista de la política, de los políticos y del poder que mantiene gran actualidad. Su autor permite que los personajes de la obra expongan profundas reflexiones que no dejan lugar a la indiferencia. En ese sentido, la muy conocida frase atribuida a John Emerich Edward Dalberg-Acton sobre el poder y la corrupción, es complementada por Suniaga cuando nos deja claro que *el exceso de poder deshumaniza*. De allí la importancia de los límites que sólo las instituciones demoliberales imponen al ejercicio del poder, incluso, para “salvar” la humanidad del que manda, de manera que no termine convertido en un monstruo.
Así las cosas, en El pasajero de Truman resalta una concepción trágica del poder, sobre todo para quienes se entregan a su ejercicio sacrificando su vida personal y familiar, observando que “quienes viven bajo su embrujo terminan convertidos en prisioneros”. En virtud de ello, ningún político debe engañarse. Una cosa es la influencia y otra muy distinta es el poder. El poder es “esa capacidad de decidir la vida, o que vida vivirían, y la muerte, o que muerte tendrían, los demás”. La influencia, por su parte, “es una pobre sustituta del poder. El influyente es prescindible, el poderoso no”.
Tal como lo hiciera Maquiavelo quinientos años antes, en el libro también se nos advierte que “no existe algo más caprichoso que el poder”. En efecto, el poder “es una de esas áreas de lo humano donde, definitivamente, interfiere el destino” y en la política “es el destino el que decide, nosotros nada podemos hacer para cambiarlo”. No obstante, como en la célebre pugna entre “fortuna” y “virtú” que nos legara el florentino, el político debe ayudarse y en ese sentido “la elegancia y la pulcritud en el vestir abren las puertas mejor cerradas. Orden, limpieza y puntualidad son claves para llegar lejos”.
Con crudeza se nos dice que el poder se vincula en Venezuela con la supremacía de la lealtad personal. “Venezuela no se puede gobernar si no se tiene el poder. En nuestro país, el poder es la única herramienta confiable para conseguir lealtades (…) Las lealtades entre los venezolanos son personales y se orientan en función de las expectativas de poder que pueda despertar el pretendido líder. Históricamente, los venezolanos (…) se van con el que tiene más opciones de detentar el poder”.
En esta mirada intemporal, destaca la persistencia de fenómenos como el caudillismo y el militarismo tan estrechamente vinculados y tan ampliamente perniciosos. El caudillo logra, incluso, sobrevivir dentro de las más modernas estructuras políticas y lo peor es que pueden ser al mismo tiempo psicópatas y psicopatógenos: “Es decir, estar loco y tener la insólita cualidad de volver locos a los demás”.
Esa debilidad ante el caudillo es lo que nos lleva “a presumir que si el país está en crisis, hay que recurrir a un héroe, no a un hombre sensato, discreto y buen administrador”, aunque lo más triste “es que tales héroes son mesías sin credo, no se preocupan por construir algo que vaya más allá de su epopeya personal”. La verdad es que “los héroes nos han costado mucho (…) Nos han salido muy caros en sangre y recursos”.
Frente al militarismo no caben medias tintas. “Una alianza cívico-militar sólo funciona si los civiles aceptan ser los pendejos de la partida”. Aquí, la lección también es de carácter histórica: lo peor que nos dejó la guerra de independencia “fue habernos sembrado el complejo de libertadores, ese mito que nos ha dejado a merced de los militares hasta la fecha (…) Desde esos años, los militares han entendido que gobernar a Venezuela es un negocio de ellos y no de los civiles”.
Frente a cierta izquierda embriagada de utopía, que busca en cada esquina una vereda para acortar camino, nos dirá con claridad: “el hombre nuevo no existe, el hombre es un continuum, es siempre el hombre sin adjetivos”. En este sentido, “lo nuevo, sólo si ese hombre se lo labra, podría ser el tiempo en que le toque existir. Y si logra eso, aun cuando con su accionar haya provocado una renovación real y profunda de su entorno, probablemente sufrirá el castigo de no poder ver su obra realizada. Ese es el sino de lo humano”.
Cómo era de esperar, el cuidado del orden social resulta sumamente relevante, “el problema es que cuando se pierde y la anarquía destruye las sociedades, se cae en cuenta de que el orden hay que cuidarlo a diario porque es muy difícil restablecerlo una vez que desaparece”. No obstante, es precisamente el descuido de esta tarea lo que permite lanzar esta terrible advertencia: “no se puede aceptar que se destruya a Venezuela a razón de una vez por siglo”.
En este balance muchos políticos quedan muy mal parados, atados como están a una perniciosa herencia que les impide mirar hacia adelante y quitar la vista del retrovisor. Políticos que en funciones pierden los sentimientos y se dejan atrapar por la envidia y el egoísmo, dando lugar a vergonzosas historias de abyección. Políticos dominados por el cálculo, la “viveza criolla”, la ausencia de compasión, entre los que, incluso, la amistad se convierte en moneda de cambio: “Qué fácil se rompen las amistades entre los políticos. Son compadres durante un tiempo, y si se presenta una disputa por el poder, adiós sacramento”.
Por su parte la política es un terreno de dura y cruel confrontación en la que “lo éticamente bueno está bastante alejado de lo conveniente y demasiado cerca del infortunio”. No obstante, la política es un terreno de reglas que, aunque no estén escritas, conforman un código que te dice de manera exacta lo que se puede y no se puede hacer. “Un político, para ser bueno, tiene que conocer y respetar ese código porque, de no hacerlo, estará condenado a llevarse una derrota tras otra y a sufrir duros golpes en el plano personal. Un buen político es aquél que mantiene el equilibrio entre lo que cree que se debe hacer y lo que reconoce que se puede hacer. En otras palabras, equilibrio entre su concepción de lo ético y sus emociones, por un lado, y el oficio político desapasionado por el otro. Si sólo cuentas con una de esas dos condiciones serás un ingenuo o un cínico, jamás un buen político”.
Coincidimos en que uno de los antídotos contra los males de la política y los defectos de los políticos está en el fortalecimiento de las instituciones democráticas. En esta línea, “la estabilidad política no hay que fundarla ni en héroes ni en un aparato brutal de represión que siembre el terror entre los ciudadanos; hay que fundarla en el libre juego de las ideas, en elecciones limpias, universales y secretas, en organizaciones democráticas que se alternen el poder”. Por tanto, “lo que requerimos es formar instituciones democráticas fuertes y que sean ellas nuestros gendarmes; la ley eficaz es el mejor policía”.
Como ciudadanos también estamos en la obligación de superar la actitud pedigüeña que nos caracteriza. De cada presidente esperamos algo personal, especial, porque no lo vemos como a un ciudadano con la responsabilidad de administrar el Estado, sino como a un repartidor de dádivas. Y los presidentes deben dejarse de considerar también los dueños de una hacienda, de la bolsa y los que reparten los reales.
La reelección es absolutamente inconveniente y la no reelección tiene, además, una función liberadora para quien ejerce el poder: “La alternabilidad en el poder no es un valor creado por los teóricos de la democracia, sino que debe ser un invento de Dios para que los gobernantes se salven, para que puedan seguir siendo humanos”.
Qué paradoja y qué giro tan sorprendente: por humanidad tenemos que quitarle el poder a quienes se degeneraron con su abuso, para que los otros podamos seguir viviendo.