Pocos se habrían imaginado hace días que Chile podría reventar al punto de parecer, a ratos, una zona en guerra. Parte de la prensa y diversos analistas han interpretado lo ocurrido como un rechazo al exitoso sistema de economía social de mercado que ha conducido al país a tener los menores niveles de pobreza, el mayor ingreso per cápita, la mayor movilidad social, el mejor índice de desarrollo humano y la mejor educación de toda la región, entre muchos logros conseguidos, que también incluyen una disminución sustancial de la desigualdad.
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En esta visión, el mismo país que le dio hace tan solo dos años un triunfo aplastante al candidato de centroderecha Sebastián Piñera frente al socialista Alejandro Guiller de pronto “despertó”, como si hubiera estado hipnotizado por décadas, para darse cuenta de que el modelo socialista o peronista de sociedad era el que realmente anhelaba. Esta idea, por supuesto, es un sinsentido. Muchos de quienes protestaron pacíficamente fueron votantes de Piñera que se sienten defraudados, pues este prometió “tiempos mejores” y, sin embargo, hasta ahora fracasó en la tarea.
Bachelet, con sus reformas tributaria, laboral y educacional, dio un golpe demoledor a las bases del desarrollo del país, por lo que Piñera, incapaz de revertirlas, no pudo cumplir la promesa de mayor bienestar.
En Chile, salarios relativamente estancados, delincuencia creciente, crisis migratoria, servicios públicos deficientes, impuestos abusivos y escándalos de corrupción que han involucrado a la clase política y empresarial se combinaron en una mezcla indeterminable de emociones y de hastío de los segmentos medios de la población que salieron a las calles, los que en todo caso llegaron a una cifra moderada de 130.000 personas en todo el país. A estas frustraciones se sumó el desborde de los estudiantes, que se han acostumbrado desde pequeños a vivir en una sociedad en que el principio de autoridad no se ejerce y se denuesta, y que los idolatra como si fueran portadores de una inocencia y un virtuosismo que los hacen puros y sabios.
La anomia desató la impune evasión del metro de Santiago, cuyo pasaje el gobierno, debido a una ley, debía incrementar. Luego, grupos organizados antisistémicos contando, con la justificación del Partido Comunista, del Frente Amplio y otros sectores de la izquierda chilena, de manera coordinada destruyeron e incendiaron 80 de las 136 estaciones de la red, llevando a una completa parálisis del sistema nervioso central de Santiago evidentemente buscada para desatar el caos.
Si Piñera hubiera renunciado, como exigía el Partido Comunista mientras ardía Santiago, el presidente del Senado, un socialista de línea dura, habría asumido el poder hasta nuevas elecciones. Y de ahí cualquier cosa habría sido posible. Piñera, sin embargo, ha resistido y decretado el estado de emergencia para que los militares restablezcan el orden atendiendo al clamor, especialmente de los sectores más vulnerables de la población, que eran atacados por delincuentes sin control.
Finalmente, en una hábil jugada para desarticular a la izquierda y contener presiones ciudadanas, el mismo gobierno ha anunciado medidas de gasto excesivo, efectivas en lo inmediato, pero que en el mediano plazo podrían ser insostenibles. Si no las acompaña con una agenda de crecimiento económico y modernización del Estado, Chile tendrá probablemente otros estallidos sociales en el futuro por su incapacidad de generar la prosperidad anhelada por la población y de financiar el gasto público comprometido. Así, tal como la destrucción promovida por la izquierda terminó por dañar severamente a los más pobres, las políticas que resulten de este episodio podrían hacerles más difícil salir a adelante por sus medios, dejándolos a merced de la asistencia del Estado.
Director ejecutivo de la Fundación para el Progreso (Chile)