La izquierda saca partido de la hecatombe social chilena diciendo que ha sido engendrada por el modelo “neoliberal”. La verdad es que Chile creció a tasas muy altas desde que, a mediados de los 70, abrió, privatizó y liberalizó su economía. El modelo fue tan exitoso que la concertación de los partidos Socialista y Demócrata-Cristiano lo mantuvo e incluso mejoró a lo largo de décadas, hasta que el último gobierno de Michelle Bachelet introdujo reformas antiprivatistas que frenaron el crecimiento y, por lo tanto, instalaron la angustia en una clase media que se había expandido mucho en las últimas décadas y cuya ilusión de progreso familiar se convertía en muchos casos en la pesadilla de tener que afrontar deudas con ingresos que ya no crecían o desmejoraban.
La pobreza efectivamente se había reducido dramáticamente de 40% en el 2003 a 10,7% en el 2017, engrosando la clase media. Sin embargo –se proclama– la desigualdad se incrementó, agravando la percepción de injusticia. Pero no es así. La desigualdad se redujo: el índice de Gini, que la mide, bajó de 0,51 en el 2003 a 0,45 en el 2017. El total de activos en manos del decil más alto bajó de 69,1% en el 2007 a 60,9% en el 2017. La desigualdad en Chile tampoco es la más alta en América Latina: por el contrario, está por debajo del promedio (0,47), en el tercio de los países menos desiguales (Cepal, Panorama Social de AL, 2018).
La revuelta también demuestra –dicen algunos– que el mercado sirve para crecer, pero no es solidario. Pero resulta que el gasto social del gobierno en Chile es el más alto (16,1%) como porcentaje del PBI de América Latina (p. 118). ¡El insensible modelo liberal tiene el gasto social más alto! Es lo lógico: a más inversión privada, más ingresos tributarios, lo que permite financiar más gasto social.
Pero falla el Estado en su ejecución. La Salud atiende tarde, mal y nunca, lo que se siente aún más en el contexto de una ralentización del crecimiento económico inducida en parte por las reformas “socialistas” de Bachelet, de modo que los ingresos de familias endeudadas ya no alcanzan para mantener niveles de vida deseados. La nueva clase media que salió de la pobreza encontró un tope; no pudo seguir escalando.
Campo fértil para la prédica de la izquierda, que agudiza la percepción común de diferencias e injusticias de todo tipo, acusando al sistema de exprimir a la gente para beneficio de unas grandes empresas. Fueron grupos organizados los que atacaron el metro y otras instalaciones, pero luego de haber tomado la cultura.
Esa ideología es la que, en el caso del Perú, impide que el sistema sea inclusivo y solidario. Tenemos leyes y regulaciones demasiado costosas que habría que eliminar para abrir la cancha para todos. Pero nadie se atreve so pena de ser acusado de reducir “derechos”, que benefician precariamente a muy pocos. Tampoco funcionan los servicios públicos. Para que funcionen mejor y pongan un piso de igualdad, debe implantarse meritocracia a todo nivel y tercerizar gerencias. Pero el que se atreva a hacerlo enfrentará la resistencia aguerrida de intereses concretos revestidos de ideología anti “neoliberal”. En la batalla de las ideas, el futuro ya perdió.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 25 de octubre de 2019.