Extraño paisaje en el barrio. Las elecciones argentinas de hoy se realizarán en un contexto latinoamericano de hartazgo social con las elites políticas. La insatisfacción de vastos sectores sociales tiene que ver, como ya se ha dicho repetidas veces, con la desigualdad en el acceso al bienestar. Sin embargo, se puso poco énfasis en el fenómeno de la corrupción, que, al igual que la desigualdad social, mancha la región latinoamericana desde México hasta Tierra del Fuego.
Esa mezcla de injusticia (en la que se combinan, en algunos casos, ingresos magros y segregación social) con la corrupción de sus dirigentes políticos construye forzosamente un volcán siempre a punto de estallar. Por eso, los gobiernos recientemente elegidos tienen solo una breve luna de miel con sus sociedades, ya sean nuevos o reelegidos. La desigualdad, la ostentación de riqueza y la corrupción son elementos constantes en una América Latina con más problemas que soluciones.
Si los meteorólogos electorales acertaran, el eventual gobierno de Alberto Fernández deberá enfrentar el mismo desafío, que consiste en lidiar con una sociedad que ya perdió la paciencia. Aunque nadie lo denunció a él nunca por ningún hecho de corrupción, también es cierto que algunos de sus socios electorales han sido seriamente investigados por deshonestidad en el manejo del dinero público. Un capítulo nuevo se escribió la semana que terminó en la causa de los cuadernos (la más grave descripción de corrupción en tiempos del kirchnerismo) cuando las fotocopias de los cuadernos fueron reemplazadas por los originales de los cuadernos. La suspicacia política se pregunta por qué aparecieron misteriosamente esos cuadernos cuatro días antes de las elecciones. Tales recelos tienen sus argumentos, si bien se escucha el relato del periodista Diego Cabot, autor de la primera investigación y de la primicia, sobre cómo fueron la llamada anónima y la reunión de 30 segundos con la persona desconocida que le entregó los cuadernos originales. Suspicacias puede haber, pero efectos electorales no habrá. La noticia da cuenta de una precisión importante para la Justicia, pero el escándalo mayor sucedió hace más de un año cuando empresarios y exfuncionarios se sentaron ante el juez para declarar que lo que decían los cuadernos era cierto. Y, a pesar de todo, la sociedad votó como votó el 11 de agosto. ¿Hubiera sacado Cristina Kirchner los mismos votos que Alberto Fernández en las primarias? El mérito político de la expresidenta consistió en haber percibido que su figura estaba demasiado desgastada como para atraer a los sectores medios críticos o desencantados de Macri. Es improbable que ella cosechara la misma cantidad de votos que Fernández, porque tampoco podía abroquelar al panperonismo en una sola propuesta.
Sin embargo, las denuncias de corrupción no son una excepción argentina. Si miramos el país más sometido en los últimos días a la protesta de numerosos sectores sociales, Chile, las denuncias de corrupción vienen desde Pinochet. Pinochet dejó de ser Pinochet como figura política influyente, aun después de dejar la presidencia, cuando se conoció que tenía 21 millones de dólares injustificables en el Riggs Bank de los Estados Unidos. La segunda presidencia de Michelle Bachellet, la grande dame de la izquierda latinoamericana, entró en decadencia cuando se acusó a su hijo, Sebastián Dávalos, de tráfico de influencias para beneficiar negocios de la empresa de su esposa. Dávalos debió abandonar el gobierno de su madre, del que era funcionario no ejecutivo. Al presidente actual, Sebastián Piñera, se lo acusó de usar información privilegiada en beneficio de sus negocios y de conflicto de intereses en su doble condición de presidente y poderoso empresario.
En Perú no solo están presos todos los expresidentes por haber recibido sobornos de la empresa brasileña Odebrecht. Están también en la cárcel las dos figuras que compitieron cuerpo a cuerpo por el poder en las últimas elecciones presidenciales, Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori, ambos en prisión preventiva e investigados por haber recibido sobornos de la compañía brasileña. Es decir: Perú no se hubiera salvado de la renuncia del presidente por corrupción en cualquier caso. Le tocó a Kuczynski, actualmente en prisión domiciliaria por su edad. En Brasil, el proceso llamado Lava Jato decapitó a la dirigencia política. Funcionarios, políticos, legisladores y empresarios fueron cayendo en manos de la Justicia y casi todos están presos. Antes del Lava Jato, en el gobierno de Lula da Silva, el caso Mensalão (importantes sobornos mensuales a legisladores de varios partidos para que aprobaran las leyes del gobierno) metió en la cárcel a tres ministros y a varios diputados. Ese largo proceso de corrupción (y el desencanto de la creciente clase media por la desaceleración económica) concluyó con la elección de Jair Bolsonaro, un político antisistema que reivindica posiciones obsoletas. Es cierto, por lo demás, que el exjuez Sergio Moro no debió ser nunca ministro de Justicia de Bolsonaro. Moro fue el juez que puso entre rejas a Lula, el único político que podía derrotar a Bolsonaro. Lula no pudo participar de la elección presidencial.
En México, el actual presidente López Obrador no tuvo todavía ninguna denuncia de corrupción, pero acaba de conocerse que el abogado de su antecesor, Enrique Peña Nieto, intentó ocultar 80 millones de dólares en un banco de Andorra. Poco tiempo después de asumir, Peña Nieto se vio envuelto en un escándalo de supuesta corrupción cuando se conoció la imponente mansión de su esposa, construida por una empresa contratista del Estado. México tiene una larga historia de desigualdad social y de corrupción de su dirigencia política, que fue incluso llevada a la aparente ficción en series de Netflix. Hace 15 días, la Justicia ecuatoriana dictó una orden de prisión contra el expresidente de ese país Rafael Correa por el cobro de sobornos. Ya tenía otra orden de prisión por el secuestro de un diputado de la oposición. Correa vive exiliado en Bélgica. El caso de Venezuela es más grave, porque complica a gran parte de la nomenclatura chavista con el narcotráfico, incluidos los jerarcas militares. De ahí no se vuelve.
La corrupción derrumbó las carreras políticas de presidentes y líderes progresistas y también de centroderecha en América Latina. Sucedió lo mismo en la Argentina. Esas denuncias acorralaron a los gobiernos de los Kirchner, autodefinidos como progresistas, pero también al de Carlos Menem, el presidente de la democracia argentina que más se colocó a la derecha del arco ideológico. Los gobiernos democráticos de Chile lograron terminar virtualmente con la pobreza, pero no pudieron hacer nada con la desigualdad social. En la Argentina, la democracia se portó peor: un tercio de la población está por debajo de la línea de la pobreza desde 2001. Sectores que eran de clase media se convirtieron en pobres en las sucesivas crisis de la economía argentina.
La corrupción y la desigualdad social no tienen ideologías. Por eso, culpar al “neoliberalismo” de ambas cosas es solo un prejuicio. ¿Qué es el neoliberalismo? ¿Acaso conservar el superávit de las cuentas públicas y el comercial? Pero ¿no eran esas conquistas de las que se ufanaban Néstor Kirchner y su entonces jefe de Gabinete, Alberto Fernández? ¿Es crear las condiciones para que las empresas inviertan, tanto las nacionales como las extranjeras? Si no fueran las empresas las que se hacen cargo de las inversiones necesarias para crecer, ¿quién lo hará? ¿Acaso un Estado quebrado, como es el Estado argentino actual? Sin Estado y sin empresas, ¿quién hará crecer al país?
No es la política económica la que determina la desigualdad ni la presencia de la corrupción. Es la impotencia de los dirigentes políticos (y su escasa o nula sensibilidad moral) la que impulsa esos dos flagelos. Otros países aplican políticas económicas realistas y, no obstante, tienen sociedades más conformes con la distribución del bienestar y con la honestidad de sus líderes. Progresismo o liberalismo pueden hacer desastres si son mal administrados.
Publicado originalmente en La Nación (Argentina) el 27 de octubre de 2017