En reacción y contraparte, me confieso como un militante del optimismo racional a quien las deprimentes adversidades lo estimulan a intentar ver el vaso medio lleno. No creo que las instituciones de la democracia formal estén a las puertas de una crisis de decadencia como la que despachó y le dio vacaciones terminales al Imperio Romano, o a las sólidas monarquías del Medioevo. Confieso si, que la humanidad y en especial la dirigencia política, deben honrar con urgencia una deuda inmensa que está representada por el incumplimiento de toda la oferta que la modernidad hizo a vastos sectores de la sociedad sumidos en una profunda pobreza. Se olvidaron de los pobres.
Eso, es un detalle completamente distinto a proclamar a los cuatro vientos que las instituciones, el modo y las formas de vida democrática, han sido superados por esos brotes de incordio populista, palurdo, y barriobajero que ahora plena las calles de Santiago de Chile, La Paz, Lima, Buenos Aires y Bogotá. Hay un profundo desencanto en la vida política que propician los partidos tradicionales, los estilos de su vida pública, la manera como organizan sus acuerdos coyunturales, de cómo sobreviven olvidándose totalmente de la confianza que en ellos han depositado vastos sectores de la sociedad, en especial los contingentes de los muy pobres, por cierto. Van dos.
Aclaro que esa exigencia no aboga por la derogación definitiva de partidos y políticos. De lo que se trata y se les pide a gritos es que se pongan a tono con la gravedad de las circunstancias. Los enemigos de la democracia, esos que muy bien identifico Karl Popper trabajan a diario, no descansan y se aprovechan de todos los fallos que los demócratas cometen por insistir en habitar en esa peligrosa zona de confort que de repente estalla en llamas acosada por el fantasma del comunismo.
Cuando surgen estas violentas revoluciones sociales, muy mal llamadas brisas Bolivarianas, por cierto, es precisamente porque la democracia tradicional se vació de contenidos interesantes. En esta circunstancia, son otros los profetas que estimulan los oídos de los muy pobres. Abundan con sus ofertas para una redención exprés con sus abundantes promesas, esas que alimentan exponencialmente sus maltratadas expectativas con la oferta de un idílico paraíso en la tierra.
Otro detalle adicional, es si algún aspecto caracteriza al mundo moderno es la muy generosa proliferación de millonarios. Por ejemplo, en países como China, donde todavía existen vastos sectores de la sociedad sumidos en niveles de pobreza crítica, los hay a montones y para tirar para arriba. Se les llama millardarios, son inmensamente ricos y habitan en un país comunista lleno de millones de pobres. M pregunto llegarán hasta allá las brisas bolivarianas.
En nuestra debilitada democracia, los actores tradicionales de la política no intimidan, ni representan a nadie. Los sindicatos, partidos tradicionales y las otras fuerzas públicas, por sus terribles carencias éticas, así como sus notables insuficiencias ideológicas, perdieron toda su capacidad de influencia, dejando un descomunal espacio vacío donde campean a su libre arbitrio los enemigos de la democracia. Eso también es otra cosa muy distinta a señalar que somos pasto fácil del comunismo y toda opción de reivindicar la democracia están perdidos. Los tiros van por otro lado.
Como en otras oportunidades, el talento de los verdaderos demócratas debe ser puesto al servicio de esa urgente corrección de rumbo. Es urgente hacer coincidir las bondades de tanta riqueza existente, producto de la revolución financiera, con las posibilidades de desarrollo sustentable de los más desasistidos del planeta. Eso es posible porque en toda la historia de la humanidad nunca se había una revolución tan eficiente, como la revolución financiera de los últimos 50 años, y esa notable circunstancia debe estar al servicio de toda la humanidad y no de las autarquías disfrazadas de pueblo.
El parlamento, como un ente mediador entre el ciudadano y el poder del estado debe reformularse y determinar cómo su mayor prioridad atender mucho más al ciudadano, que toda esa formalidad política que los hace agentes de cambio. Los resultados de los comicios de Colombia son una clara advertencia de ese detalle, y la paridad de fuerzas en el congreso argentino, también lo certifican. Los partidos políticos y los parlamentos están inhabilitados para comprender y gerenciar esta crisis de desencanto y hacia allá deben voltear sus ojos.
Nuestra democracia lo que requiere y de manera urgente es una alta dosis de confianza. Confianza en su liderazgo para poder sortear los miles de obstáculos que el pensamiento totalitario trata de imponernos. Confianza en sus instituciones, en los árbitros que las mismas organizaciones proponen para dirimir las todas aquellas cosas que no nos resultan afines.
En estos mismos días la Asamblea Nacional trata de concertar la designación de un nuevo árbitro electoral, un nuevo CNE para resolver mucho de lo que nos diferencia y entorpece crecer como sociedad. Por un lado, la AN el órgano legitimo para tal propósito hace su mejor esfuerzo en concluir con esa tarea, y el regimen por otro lo torpedea, con el oscuro recurso de facilitarse un movimiento opositor sumiso y complaciente que le permita tener un árbitro electoral a la medida de sus necesidades de perpetuarse en el poder.
Un retroceso de esa magnitud no es imputable a la democracia como institución. Es responsabilidad directa de unos actores con muy poca o casi nula capacidad de influir en la vida pública del país. Una salida democrática, pacífica y electoral a la grave crisis que atraviesa Venezuela pasa, necesariamente, porque los diferentes actores del sistema político reconozcan la importancia de contar con un buen sistema de arbitraje electoral y se ocupen de acordar una nueva conformación de los árbitros que lo representan.
En lo que va de año, por lo menos en 17 países se formularon serias denuncias de manipulación de los resultados electorales en cada uno de los procesos convocados en sus respectivas jurisdicciones. Hay una evidente responsabilidad en los gobiernos para la abierta manipulación no tan solo de los procesos electorales para satisfacer las apetencias de poder de un sector sobre otro, sino que mediante el uso de algoritmos matemáticos es posible hacer muy popular cualquier tema en las redes sociales. Hasta un candidato presidencial.
Este patético escenario no se limita al mero hecho de la manipulación abierta y grosera de los resultados electorales como recién se denuncia en Bolivia y Argentina. Los venezolanos tenemos una larga historia al respecto que cubre muchas páginas en los periódicos, horas de simposios y seminarios sobre el tema electoral. Desde el interior de la misma democracia se conspiro para debilitarla y desprestigiarla aviesamente.
Esa malvada estrategia de erosión progresiva de los méritos del sistema democrático se ha visto soportada en los grandes escándalos de corrupción de la clase política. Como respuesta a ese desencanto, la opción fue elegir autócratas – el continente está lleno de ellos-, el virus de la plutocracia liquidó todo componente social en las gestiones de los gobiernos y hoy se confunden las intenciones del FMI con las del Vaticano. Hay que colocar la muy atenta mirada sobre los financiamientos a las campañas electorales y detener la colonización de las instituciones públicas por algunos sectores de la política tradicional. Es vital cuidarse del peor enemigo que actualmente deben enfrentar las democracias del mundo… los fake news.