Los resultados de las primarias en agosto indicaban que los votantes culpaban al gobierno de Macri por la inflación alta, el creciente costo de los servicios públicos y un crecimiento económico anémico. Aún así, una victoria del dúo Fernández-Kirchner implica un retorno al populismo de izquierda que desde hace mucho ha socavado los estándares de vida de los argentinos. El gobierno de Kirchner (2007-2015) fue notoriamente corrupto y utilizó su poder para negar el debido proceso a sus enemigos políticos.
Macri cometió muchos errores, pero apuntaba a conformar una economía más orientada hacia el mercado y a restaurar el Estado de Derecho. Su derrota podría resultar ser una mala noticia para los millones de argentinos que anhelan más libertad.
Aún así, nadie espera que la centro-derecha argentina, si es que pierde, vaya por las calles arrasando con todo, quemando autos, saqueando, bloqueando las vías y destruyendo el transporte público. Ese tipo de política es la especialidad de la izquierda. Lo hemos visto este mes en Chile, donde unos terroristas de izquierda atacaron violentamente Santiago y otras ciudades a lo largo del país.
Esto sucedió en un país que ha visto caer la tasa de pobreza por debajo del 9% desde 68% en 1990, como reportó el diario La Tercera. La desigualdad de ingreso también ha estado cayendo.
Todavía hay mucho trabajo por hacer. Pero las sociedades civilizadas determinan estas cuestiones en las urnas y a través de instituciones independientes, no con bombas de fuego. Entonces, ¿por qué está el presidente elegido democráticamente Sebastián Piñera luchando con poco respaldo de los “demócratas” en la prensa, la academia y la política, luego de semanas de violencia en las calles de la capital? Este es un doble estándar que merece nuestra atención.
La insurgencia en Chile empezó el 7 de octubre cuando unos grupos de estudiantes en Santiago se saltaron los torniquetes del metro para manifestarse en contra del alza del costo del pasaje. Durante los días posteriores, protestas pacíficas e incidentes ilícitos se esparcieron a lo largo del país. El día sábado, más de un millón de manifestantes se volcaron a las calles de Santiago para expresar sus reclamos —desde el alto costo de la vida hasta la desigualdad de ingresos y el cambio climático, según fue reportado.
Es poco probable que los ojos del mundo hubiesen estado puestos en Chile sino fuera por los perpetradores de la violencia, quienes se aprovecharon del momento para causar estragos y demandar una nueva constitución. Las estaciones de metro fueron destruidas y supermercados y otras tiendas fueron saqueados y quemados. Alrededor de 18 personas murieron, la mayoría de ellas atrapadas en los incendios durante los saqueos.
Piñera se vio forzado a declarar un estado de emergencia y a enviar a las Fuerzas Armadas a las calles para proteger la propiedad y la vida de las personas. Pero la empatía no es el fuerte del presidente, y en ausencia de un equipo efectivo de comunicación la narrativa está ahora siendo controlada por sus adversarios.
El gobierno central ya subsidia casi la mitad del costo del transporte público en Santiago. Además, el costo del pasaje para los estudiantes no subió. La comisión independiente encargada de fijar el precio del pasaje anunció un incremento de 3,75% para los pasajeros del metro en horas pico; el costo del pasaje para aquellos que se trasladaban en horas no pico estaba siendo reducido.
Los aumentos de los pasajes nunca son populares. Pero la izquierda radical ha pasado años sembrando el socialismo en la mente de los chilenos a través de las escuelas secundarias, las universidades, la prensa y la política.
Incluso conforme el país se ha enriquecido mucho más que cualquiera de sus vecinos mediante la protección de la propiedad privada, la competencia y el Estado de Derecho, los chilenos se marinan en propaganda anti-capitalista. Los “millennials” que se lanzaron a las calles a promover la lucha de clases reflejan esa influencia.
La derecha chilena, en gran medida, ha abandonado su obligación de participar en la batalla de las ideas que se da en la plaza pública. Piñera no es liberal en lo económico y no ha hecho intento alguno por defender la moralidad de los mercados. Ni siquiera ha revertido las políticas de su antecesora, la socialista Michelle Bachelet. A los chilenos se les está martillando un lado de la historia en la cabeza. Conforme mejora la calidad de vida, también aumentan las expectativas. Cuando la realidad se queda corta frente a ellas, el terreno está listo para ser cosechado por los socialistas.
La violencia tiene otra explicación. Atribuirle esto a la espontaneidad requiere la suspensión del escepticismo. Como un agente de inteligencia en la región me dijo el viernes: “Se requiere mucho dinero para mover esta cantidad de personas e involucrarlas en este nivel de violencia”. Los aparatos explosivos que utilizaron, me dijo, eran “mucho más sofisticados que los cócteles molotov”.
Se sospecha que subversivos extranjeros jugaron un rol esencial, siendo Cuba y Venezuela los principales sospechosos. El Foro de São Paulo, un grupo de socialistas radicales creado por Fidel Castro en 1990 luego de la caída del Muro de Berlín, promueve esta radicalización.
La lista exacta de agresores no la conocemos. Pero Chile ha sido golpeado por un enemigo bien organizado que pretende derrocar al gobierno democrático. Eso es algo que debería preocupar a todas las sociedades libres de la región.
Este artículo fue publicado originalmente en The Wall Street Journal (EE.UU.) el 29 de octubre de 2019.