La venganza fue la principal oferta que hizo aquel caudillo carismático en el hoy lejano 1998. Una oferta que compró una sociedad resentida que, con o sin razón, identificó para entonces a los partidos políticos y líderes tradicionales como los culpables de todas sus frustraciones, y creyó que dándole todo el poder a un hombre también resentido, rompería las oprobiosas cadenas que sentía tener.
Así comenzó el proceso de desmontaje institucional de la democracia venezolana; una democracia que, como todas en el mundo, era imperfecta y problemática, pero al mismo tiempo con logros importantes en muchos campos de la vida social que lamentablemente no supo cómo vender ni comunicar masivamente, dejando espacio para la insidia y la ponzoña.
En medio de esa borrachera de venganza, los nuevos poderosos empujaron toda manifestación pública tendiente a destruir cualquier signo contrario a la narrativa oficial, y fue así, por ejemplo, como se le hizo un “juicio popular” a una estatua con gran valor histórico de Cristóbal Colón en la ciudad de Caracas, condenándola a ser demolida entre vítores y aplausos de una turba enardecida; o como se ha pretendido cambiar los nombres de lugares icónicos de varias ciudades venezolanas por otros con raíces en alguna lengua indígena; o, más recientemente, como se demolió el simbólico León de Caracas para poner en su lugar una estatua grotesca de una figura que de alguna extraña manera pretende hacerle honor a las poblaciones indígenas que habitaron en la época pre hispánica el ahora valle capitalino. Con todo esto, según los incitadores del odio, se liberan a los indígenas del lastre de la conquista española y sus herencias.
Sin embargo, una cosa es la comunicación y otra muy distinta la realidad. Y hoy la realidad, mas allá de la propaganda oficial, es que las comunidades indígenas venezolanas, sobre todo las que viven en la zona sur del río Orinoco, se enfrentan a un nuevo proceso de conquista, pero esta vez a uno de verdad cruento y salvaje. Los nuevos conquistadores son bandas criminales que al amparo del poder se han dedicado a saquear las riquezas minerales venezolanas y a devastar irreparablemente el ecosistema de las zonas donde ellas se encuentran; y en este proceso han sometido por la fuerza a muchos indígenas, reduciendo a los hombres a esclavos enterrados en una mina y a las mujeres a objetos explotados sexualmente o a simples sirvientas. Estos nuevos conquistadores ya ni siquiera les ofrecen espejitos a los indígenas a cambio de sus pepitas de oro, sino que los muelen a fuelle de entrada al tiempo que pregonan el cuento de la “resistencia indígena” y levantan estatuas de Guaicaipuros halterófilos a lo largo y ancho del país. Ni Orwell pudo haber imaginado algo tan cínico, un doblepensar tan grosero.
Las poblaciones indígenas lograron sobrevivir a la conquista española, ¿lograrán ahora sobrevivir la conquista malandra? Difícil decirlo.