Nos conocimos en los comienzos de nuestra lucha contra la dictadura, cuando en la oposición aún no amanecían las divisiones. A comienzos del milenio. Desde luego, en la Coordinadora Democrática. Nos unió, además de nuestros afanes libertarios, antes que nada, un profundo amor por la poesía. Y un cultivo de la amistad más allá de la política. Pedro Nikken ha sido uno de mis amigos a los que podría calificar de bueno, sin una gota de mezquindad; de generoso, sin un atisbo de rencor; de sabio, sin una brizna de presunción. Un inclaudicable amante de la verdad, un hombre profundamente dolido y afectado por la injusticia, por la maldad, que hizo del derecho, él un jurista, un constitucionalista y un litigante de brillo incalculable, una herramienta de la bondad. Rebosaba de ella.
Fue uno de los juristas más destacados y exitosos de América Latina, reconocido mundialmente. Y requerido por ello en tribunales de importancia global. Su modestia y su humildad no sufrieron por ello el menor menoscabo. Nada lo hacía más feliz que hurguetear en librerías, conversar interminablemente con sus amigos, participar en las discusiones sobre nuestro doloroso destino. Siempre con una nota de distinción, de generosidad, de sapiencia, de comprensión infinita.
Me dio una inmensa alegría saberlo, a nuestros años, enamorado como un adolescente. Y cuando me llamó para contarme que se había vuelto a enamorar, como un chiquillo e invitarme a su matrimonio creí estar soñando. Me arrepiento de no haberme atrevido a ponerme de pie en ocasión de su boda, en la capilla de la Universidad Católica Andrés Bello, y decirles a él y a su esposa, que ese enlace era una prueba palpable del milagro del amor. Que aún bajo las más tristes y dolorosas circunstancias, como las que vivimos en Venezuela desde que nos conociéramos, era posible vencer a la adversidad y tocar el cielo.
Me ha dolido en el alma la triste noticia de su accidente y del derrame cerebral que puso fin a sus afanes. Otra muerte de los mejores y más necesarios para enfrentar las ingentes tareas que nos esperan y poner nuevamente de pie a nuestra patria atormentada. ¿Qué mayor compromiso de despedida que asegurarle a él, a su esposa, a sus hijos y a todos los suyos que honraremos su memoria incansablemente, hasta lograr hacer de Venezuela nuevamente esa tierra de gracia que él tanto amaba.
Descansa en paz, querido Pedro. Sólo me resta recordarte ese poema de Blas de Otero que tanto admirabas:
CAMPO DE AMOR.
(Canción)
“Si me muero, que sepan que he vivido
luchando por la vida y por la paz.
Apenas he podido con la pluma,
apláudanme el cantar.
Si me muero, será porque he nacido
para pasar el tiempo a los de detrás.
Confío que entre todos dejaremos
al hombre en su lugar.
Si me muero, ya sé que no veré
naranjas de la China, ni el trigal.
He levantado el rastro, esto me basta.
Otros ahecharán.
Si me muero, que no me mueran antes
de abriros el balcón de par en par.
Un niño, acaso un niño, está mirándome
el pecho de cristal.”
BLAS DE OTERO