Estas dos décadas son para los inocentes que un buen día de diciembre lo votaron, creyendo en pajaritos preñados. El embuste fue descomunal y, por cierto, propio del país petrolero que, además, desde 1981, siempre ha querido olvidar que un falso jeque congregó a unos pendejos de la crema caraqueña en el hotel Tamanaco, los estafó y ni Remberto Uscátegui o Arpad Bango, en la DISIP, pudieron saber siquiera el verdadero nombre del más avispado entre la sarta de avispados.
Por supuesto que hay malicia en el venezolano, como ocurre con todo el mundo, pero también una sorprendente ingenuidad. En lugar de santos, somos algo así como malvados inocentes que caemos postrados ante los más evidentes argumentos falaces, sistematizados en las redes incluso por quienes dicen adversar al régimen, como en la sonrisita de una muchacha o un muchacho que sólo quiere un celular, como el viejísimo cuento de la bolsa de caramelos, diciendo cuatro vainitas por virtudes que sabemos no tener, además de la edad.
No sé si esto lo ventiló alguna vez Jeanette Abouhamad o Maritza Montero, cuando quisieron caracterizar al venezolano, pero sí que muchos de los que están en la diáspora se echan un carro, porque creen no sólo que la víctima caerá en una vulgar estafa, sino que se quedará tranquila, como si nada hubiera pasado. Hay cuentos de nuestros prospectos de malandros de exportación que reúnen dinero para el largo autobusazo de regreso porque, en otros lares, los hay tanto o más decididos cual Alatriste, el malandrín medioeval de Arturo Pérez Reverte. Valga la acotación, malandro es un venezolanismo que mejora el término malandrín acuñado desde la época de Luis VIII de Francia.
Recordaba por estos días una hazaña del día de los inocentes tanto busqué que, al fin, conseguí la nota e un día distinto de agosto de 1978, cuando una mujer se desnudó en público por Chacaíto para facilitar el asalto a una joyería. Los agarraron, pero el testimonio quedó para la historia, aunque ahora serán otras las ingeniosas maniobras que no aparecen en los medios por la censura ni por el sistema de protección legal que beneficia a los pillos: no aparecen en la prensa como antes, con nombres y apellidos al pie de cada rostro, pues, acusados de cualquier cosa que seguramente las desmentía el correspondiente enjuiciamiento criminal (¿cómo no recordar al viejo tratadista Félix Saturnino Angulo Ariza?).
La coba tiene hoy una denominación hasta de cuño académico (“post-verdad” / “fake-new”), auspiciando sendos foros y especialistas de ocasión, sin que nunca deje de ser coba. Lo peor es que los coberos de República Dominicana, añadido el equipo “técnico” que los acompañó, o de Oslo / Barbados, gozan de buena salu política y esperan que los votemos si logran armas las parlamentarias con la dictadura: votar es un decir, porque el CNE dispondrá: el día de los malvados inocentes gana otro y superior sentido.