“La mitad de los muertos en Siria lleva su acta de defunción”. Así describía un profesor universitario experto en temas de Medio Oriente a Qasem Soleimani, el brazo implacable del ayatollah Alí Khamenei y uno de los altos mandos iraníes que murieron este jueves en un bombardeo en las inmediaciones del aeropuerto de Bagdad.
Por: Infobae
El militar iraní era el jefe de la Guardia Revolucionaria Islámica (IRGC, por sus siglas en inglés) –recientemente declarada organización terrorista por los Estados Unidos– y comandante de las Fuerzas Al Quds, el cuerpo de élite que opera en el exterior.
Vio la luz por primera vez el 11 de marzo de 1957 en la aldea de Qanat e Malek, Kerman. Su temprana historia podría haber sido la de cualquier otro nacido entre las montañas sureñas. Creció en una familia pobre siendo el mayor de cinco hermanos. Con 13 años abandonó los estudios y comenzó a trabajar para enfrentar las deudas que su padre, Hassan, había cosechado. A los 18 se entusiasmó con el nuevo frente que el ayatollah Ruhollah Khomeini proponía contra del sah Mohamed Reza Pahlevi.
Una vez caída la dinastía se unió en 1979 a la Guardia Revolucionaria Islámica, donde comenzó a sobresalir pese a su nula formación militar. Llamó la atención de sus superiores cuando participó en el aplastamiento de una rebelión kurda en el norte de Irán. Fue ascendido a teniente y le ofrecieron liderar una unidad de la IRGC en Kerman, su provincia natal. Aceptó gustoso. Su ambición estaba clara.
Un año más tarde, en 1980, formó parte de la guerra contra Irak. La contienda bélica duró casi una década: una masacre humana que terminaría con la vida de cientos de miles. También destacó, y en el campo de batalla condujo a una fuerza de élite: la 41 División Sarollah. Desde entonces, su ascenso sería incesante. Esos días ganó el primero de sus alias: “El ladrón de cabras”. Era porque luego de cada misión retornaba a sus filas luego de robarse un animal en alguna granja cercana. Gracias a sus artes, todos se daban un festín.
Su coronación más sonada sería hacia finales de 1997, cuando fue nombrado comandante de las Fuerzas Quds. Tendría como misión radicalizar el mundo con el mensaje de la Revolución Islámica. Ese peregrinaje no sería amistoso, sino a golpe de terrorismo. Como supremo de la IRGC, su poder se multiplicó, siempre leal a Khamenei, para quien su discípulo es un “mártir viviente”.
A partir de 2003 actuó como el nexo para entrenar y armar a las milicias chiitas en Irak durante la invasión norteamericana y la caída de Saddam Hussein. Sus ataques contra las tropas aliadas fueron continuas y sangrientas. Esta vez, con la nación sumergida en un caos, eran los iraníes quienes hacían pie en el país vecino y comenzaban a trazar un plan mayor para su conquista. Luego de décadas, los chiitas locales comenzaban a tomar fuerza. Conjuntamente con esa fuerza llegaron los excesos contra la población sunita.
Como un ajedrecista de partidas simultáneas, Soleimani durante ese tiempo, jamás olvidó a su vástago más preciado: Hezbollah (Partido de Dios, en árabe). En 2006 durante el enfrentamiento del grupo terrorista con Israel fue clave para los extremistas libaneses.
Desde su nombramiento fue el mentor de la defensa del país y de su expansión imperial en el extranjero, sobre todo en Irak, Siria, el Líbano y Yemen, desde donde interfería en la estabilidad de la península arábiga y sus enemigos los saudíes. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas tomó nota y lo sancionó por apoyar el fundamentalismo y vender armas en el extranjero.
La organización chiita fue su herramienta para intimidar la frontera norte de Israel y para ejecutar misiones en el resto del planeta. El iraní también demostró que la conveniencia tiene rostro de hereje: Hamas, una organización de confesión sunita, fue servil al militar en su acoso por el sur a los gobernados por Benjamin Netanyahu.
Fue, también, Soleimani, un canciller sin mordaza. Podía lanzar amenazas y ultimátums sin pedir permiso a su jefe de estado formal, Hasan Rohani: “Puedes comenzar la guerra, pero nosotros seremos los que determinaremos su final”, le advirtió a Donald Trump hace apenas unos meses. Su bravuconada dejaba al descubierto una determinación inconsciente: no sería Irán quien cruzaría la línea roja.
En los últimos años estuvo muy activo donde más cómodo se sentía: en el campo de batalla. Se lo pudo ver junto a milicias chiitas en su lucha contra el Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés). Se presentó ante varios combatientes irregulares tanto en Irak como en Siria. Fue él quien percibió la debilidad del régimen de Bashar al Assad y volcó los intereses de Teherán en el desmembrado país. Luego convocó a los rusos. Ambos se quedaron con el control de la nación.
En sus incursiones por el terreno sirio o iraquí el generalísimo se esmeraba por tomarse selfies con los combatientes. También se hacía grabar en videos. Agigantaba su leyenda. Las imágenes se distribuirían cuidadosamente. Una puesta en escena digna de Alfonso Cuarón. Pese a su pequeña estatura y ser conocido como “el más pequeño de los soldados”, su figura se mostraba gigante. Además de un estratega, Soleimani era un gran propagandista. Para los sectores más radicales se constituyó en ídolo y su popularidad aumentó a pasos de gigante. Incluso por encima de la de Rohani, un presidente “moderado” con quien la relación era tensa.
Sin embargo, un malestar creciente acompañó esa florida imagen del guerrero. Gran parte de la población comenzó a ver con descontento que las fuerzas armadas, la financiación de grupos extranjeros y la religión fueran las áreas más beneficiadas por el presupuesto. En los pasados diez años, la teocracia destinó 65 mil millones de dólares a la Guardia Revolucionaria Islámica para operar fuera del país. Demasiado para una economía que no muestra vitalidad y está atravesada por el estado en todas sus industrias. Tras alza del precio del combustible, las protestas se multiplicaron en todo el país.
El poderío militar de la Guardia Revolucionaria Islámica –y el de su jefe máximo– es tan amplio que con él controlaba la economía, el sector bancario, de la energía y la construcción. Sumados los ciberataques. Entre diciembre de 2011 y mismo mes de 2012 una empresa iraní trabajó en conjunto para la organización armada para hackear empresas financieras de los Estados Unidos. La actividad continúa. Como resultado de dichos golpes digitales empresas fueron sancionados por el Departamento del Tesoro norteamericano.
También controlaba otro punto sensible de la política interna: las cárceles. Lo hacía a través de alguien que creció en su misma casa en las montañas sureñas de Kerman. Su hermano menor, Sohrab Soleimani, es el encargado de la Seguridad y Cumplimiento de la Ley de la Organización de Prisiones del Estado. No es tibio: bajo su supervisión se llevaron adelante torturas a opositores y presos políticos denunciadas internacionalmente.
Con las Fuerzas Quds, el general dirigía al Partido de Dios, Hamas y la Jihad Islámica Palestina y Kataeb Hezbollah, una fuerza terrorista chiíta con gran presencia en Irak. También era un gran aportante de los talibanes en Afganistán. A todos les brindó entrenamiento, armas y dinero. Mucho dinero. Pero estos son los grupos terroristas más conocidos que comanda. Sin embargo, hay más milicias en Medio Oriente que le responden con lealtad al bolsillo de Teherán. Están repartidas por Líbano, Azerbaiyán, Afganistán, Bahrein, Siria, Yemen, India, Turquía y células en el resto del mundo.
Su compromiso con Hezbollah era tal, que Soleimani fue uno de los últimos en ver con vida al jefe de inteligencia de la organización armada, Imad Mughniyeh, quien fuera ultimado en 2008. Un drone capturó las imágenes de ambos sonriendo y abrazados unos meses antes, pero en ese momento se decidió dejar con vida al militar iraní. Semanas después, el libanés moriría tras estallar un coche bomba. Irónico, con esa arma había perpetrado varios de sus atentados en el mundo: la Embajada de Israel en Buenos Aires en 1992 y la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en 1994 en la misma capital.
También fue el responsable de uno de los mayores ataques en Beirut. Fue el que ejecutó en 1983 -en el amanecer de la milicia armada- contra un cuartel en el que murieron 241 infantes de marina de los Estados Unidos y 58 paracaidistas franceses. La metodología fue similar: un camión bomba.
Leal absoluto a Khamenei, Qassem Soleimani era una de las tres personas con mayor poder dentro de Irán. Incluso alguna vez se especuló con la posibilidad de que se presentara a elecciones para pelear la presidencia del país. Hoy, tres misiles contra el convoy en el que viajaba en Bagdad acabaron con toda especulación.