¿Los humanos somos iguales? No. ¿Debemos serlo? Si. Aunque los voceros del fundamentalismo de mercado insistan en la inevitabilidad de las desigualdades sociales y otros, más descarados aún, digan que tales diferencias son beneficiosas, solo la igualdad entre los humanos puede proveernos libertad, prosperidad y relaciones sociales éticamente fundamentadas. Lógicamente, la experiencia nos indica que la igualdad es un objetivo político y económico esquivo, difícil de alcanzar, pero suponerla imposible o contraproducente tiene como consecuencia conformarnos con las migajas de dignidad que una sociedad de castas, diferenciada, en conflicto consigo misma y en guerra permanente entre la opulencia y la miseria pueden escasamente dar. Ese es un contexto donde, obviamente, la democracia real es cuando mucho efímera.
Ahora bien, para terminar de enfurecer a los lectores de derecha, ¿De qué igualdad hablo?. La igualdad ante la ley es un gran paso, pero insuficiente y teatral si esa igualdad ante la ley coexiste con la desigualdad material, de ingresos, de oportunidades, de capacidades y/o culturales. Para ser más gráfico, el que todos tengan derecho a votar pero no exista el financiamiento público a los partidos políticos supone que solo pueden ser candidatos, y elegibles, quienes tienen un fuerte bolsillo para ello. La ley dirá que todos tienen el derecho a elegir y ser elegidos, pero la realidad desnudará una plutocracia de origen, de intereses y de destino.
Algunos voceros de intereses inconfesables expresan una fe inconmovible por la privatización de todo y todos (en esa lista encontramos al Gobernador de Carabobo). De ser posible privatizarían la luz del sol y aire que respiramos. Sin duda la libre empresa y la libre industria no tiene sustituto posible como herramienta para el crecimiento económico de un país, pero la educación (en todos sus niveles), la salud, la seguridad ciudadana, la inversión en equipamiento urbano, el resguardo medioambiental y el desarrollo del transporte masivo son áreas donde ningún economista podría detectar un “mercado perfecto”. De hecho, sólo puede existir una pujante, competitiva e innovadora industria en aquellas naciones donde el Estado efectúa grandes inversiones en bienestar social, garantiza el disfrute de derechos y asegura la accesibilidad a capas cada vez más amplias de la población a los beneficios de la sociedad moderna.
La lucha por la igualdad no solo debe remitirnos a la definición de un real, efectivo y eficiente Estado de Bienestar que coexista con una dinámica libre empresa privada, también existen variadas dimensiones donde la igualdad no llegará como caída del cielo, ameritan acciones (y antes de las acciones, en lo posible, convicciones). La igualdad de la mujer es una de esas dimensiones, la mitad de la población tiene mucho menos de la mitad de parlamentarios, más trabajo (considerando las horas extra de labores domésticas que no implican salario) y menos respeto (considerando las lacras de la violencia de género, sexual, simbólica…). La igualdad de la comunidad LGBTI, el 9% de la población, denigrados, incomprendidos, sometidos a la exclusión laboral, sanitaria y hasta familiar por la nimiedad de tener gustos sexuales diferentes a la mayoría representan un conjunto de reivindicaciones de innegable atención por quienes aspiramos a la igualdad entre los seres humanos.
Esas dos dimisiones de la igualdad que debemos alcanzar están determinadas por la capacidad que posea nuestra sociedad de reducir el poder fáctico de preconcepciones culturales como el machismo, la heternormatividad, la religión y la brutal ignorancia y frivolidad que campea en los medios de comunicación masivos. Esa no es tarea de empresas privadas, es una tarea de un Estado de Derecho, de una democracia y de demócratas. Quienes leen esto tienen dos opciones: 1) calificar estas ideas de comunistas (revelando que en su P* vida han leído algo sobre comunismo) o reflexionar sobre qué tipo de sociedad debe construirse si desechamos los dogmas (de mercado o marxistas) y asumimos que la voz de todos (demos) debe ser escuchada para lograr la transformación social.
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