El 2020 llegó y los venezolanos que hacemos vida en el país lo recibimos con un ánimo un tanto diferente; reflexivo, prudente o, si se quisiese, observante. Como siempre, las nuevas atrocidades empiezan a proyectarse en el drama que se ha convertido el caos nacional, pero nosotros ya no reaccionamos. No hay gritos, ni siquiera hay bostezos. Tenemos es silencio y éste tiene sus causas.
Si algo podemos apreciar sobre la Venezuela de los últimos tiempos es que el show siempre continúa. Esto no ha de sorprendernos, pues así es la vida en general; una línea recta en la cual estamos atrapados entre el acontecer y el devenir. El problema venezolano es que nuestro país, al contrario de la vida misma, que se caracteriza por sus altibajos; pareciese ir siempre en una misma dirección. Estos últimos veinte años lo confirman al verse caracterizados éstos por la redundancia; la redundancia del dolor, la pérdida y la muerte.
Es así como el régimen ha buscado quebrar nuestro espíritu; haciéndonos creer que si alguna certeza tiene nuestro futuro, es que ellos estarán en él. Es así como nosotros, frustrados por una desgracia que no se rompe, buscamos rebelarnos de la única forma que nos queda: sobreponiéndonos a cuanta vicisitud surja.
Esta situación, donde lo injusto y lo heroico se encuentran día a día, se traduce, en lo colectivo, en la primera gran causa de nuestro silencio. No puede ser de ninguna otra manera cuando, ante la falta de expectativas, lo que nos queda es la sobrevivencia en el presente.
Mientras tanto, nosotros, los ciudadanos silentes, analizamos con mucho detenimiento a los líderes que se supone comparten nuestros anhelos de libertad. Denotamos sus contradicciones, anotamos los engaños y nos preguntamos sobre el rol que ellos han tenido en que la tragedia siga.
Tras dicho análisis, concluimos con un balance negativo. Vemos falta de visión y abundancia de pequeñez. Oímos discursos que atentan contra nuestro sentido común y exponen más sobre lo que ellos quieren, que sobre lo que nosotros queremos. Nos damos cuenta de lo tanto que ellos pueden llegar a parecerse a quien es nuestro enemigo común.
Al mismo tiempo, sabemos que los corruptos dentro de los que deben guiar la transición a la democracia no son todos, pero sí los suficientes para puntualizar que hay colaboradores que nos conducen al fracaso una y otra vez. Por ello, resentimos, desconfiamos y, sobre estas dos cosas, odiamos. Esta es la segunda gran causa de nuestro silencio.
En la encrucijada en la que todavía estamos, esa disyuntiva entra la barbarie total o la civilidad plena, el caudillo o la democracia, la nación o la disgregación; vale la pena que el liderazgo político recuerde que el venezolano ya no es el mismo.
Hoy por hoy, la gran mayoría de los venezolanos somos un conglomerado de ciudadanos silentes que ya no se presta para solidaridades automáticas o convocatorias estériles. Hemos aprendido del desastre y la chapucería, por lo que no hay discurso que pueda volver a cerrarnos los ojos, ni propaganda que pueda seguir disfrazando a las cosas.
Si tal conocimiento es interiorizado por el liderazgo, bien sabrá que el ciudadano silente no es apático, ni indiferente. Lo que está haciendo es esperar. Éste espera ver una integridad que lo motive, oír un discurso que por fin sintonice con su consciencia y visualizar un camino que sea consonó con la verdad.
Es posible tener una gran unión nacional como ninguna otra.
Es posible reactivar a la ciudadanía entera para recuperar la libertad.
Sin embargo, ello tomará que los líderes opten por crecer en todo sentido y se aboquen a lo que no se hace con frecuencia en la política venezolana:
Actuar con rectitud.