Empecemos en primera persona. Esa noche del 11 de febrero de 1990, hace treinta años, el sueño me vencía. Pero, aunque parezca mentira, todavía en esos años, al principio de la década del noventa, no se televisaban tantos espectáculos deportivos. No era cuestión de perderse alguno. En especial una pelea por el título del mundo con el mejor boxeador del momento. El problema con esta pelea era que no auguraba suspenso alguno.
Por: Matías Bauso || Infobae
La disparidad en la previa era tan grande que las expectativas eran mínimas. Había una ventaja. Seguro no me iba a dormir tan tarde: a Tyson los rivales no le duraban nada. Menos éste, algo pasado de peso, sin ningún antecedente de gran relevancia, muy abajo en las apuestas (sólo un loco podía apostar por él). En el octavo round pareció que todo terminaba. Pero el combate siguió. En el décimo sí llegó el desenlace. Pero no el que se esperaba. Esa noche estaba sólo en mi casa. Los demás habían ido a una fiesta y llegarían muy tarde. Eran tiempos sin celulares. Y en mi familia teníamos un sistema infalible para hacer llegar mensajes. Pegábamos un cartel en la puerta, de esa manera el que llegaba al hogar se anoticiaba de lo que necesitaba. En ese sistema entraban comunicaciones que hacían a la logística familiar (si no ibas a dormir, si no se cenaba en casa) o para informar al resto de noticias de las que debían enterarse antes de leer el diario de la mañana: una revolución, alguna muerte célebre o noticias de vital importancia (la compra por parte de Racing de un centrodelantero, por ejemplo). Esa medianoche fijé en la parte de adentro de la puerta uno de esos carteles. Era una noticia importante e inesperada: “Lo noquearon a Tyson”.
Fue un batacazo. No se lo puede llamar de otra manera. Tal vez haya sido, uno de los mayores de la historia del deporte. Sin la dimensión social, de descalabro colectivo del Maracanazo pero sí con la de la tragedia personal. Esa noche, en la que Tyson podría haber ganado comenzó su caída. O, en realidad, empezó a exteriorizarse su derrumbe que había empezado en silencio, fantasmal e inevitable un tiempo antes.
La pelea era en el Tokyo Dome. Japón se había quedado con la pelea ofreciéndole a una de las mayores estrellas de ese momento más de 6 millones de dólares. La expectativa de los organizadores no era la de presenciar un gran espectáculo deportivo, una contienda pareja. Sino simplemente ver en vivo, de cerca, a una leyenda del deporte. Mike Tyson estaba invicto. Y parecía invencible. Una fuerza de la naturaleza que no conocía de debilidades, que destrozaba a sus rivales. El castigo que les propinaba era cruel y doloroso. Hasta ese momento, a pesar de que algunos pocos le habían aguantado los 15 rounds, las diferencias que marcaba eran ostentosas. Los masacraba. Tyson estaba destinado a marcar una época. Parecía que su reinado sería muy extenso.
Miremos más detenidamente el récord de Tyson hasta el momento. 37 peleas ganadas, ninguna perdida. 32 por nocaut; 17 de sus rivales no habían logrado pasar del primer round.
Las apuestas para esa noche estaban 42 a 1. O dicho de otra manera nadie en su sano juicio pensaba o creía (no había siquiera espacio para la fe) que Douglas tenía ni la más mínima chance de ganar. Tal vez, nadie pensaba ni siquiera él mismo que pudiera hacer una pelea pareja. Douglas era un “paquete” que le habían puesto enfrente al campeón mundial para recaudar algunos millones de dólares hasta que apareciera otro compromiso más complicado. Nada nuevo: con Joe Louis se inventó ese de “The bum of the month” (el paquete del mes): un boxeador sin posibilidades frente al campeón reinante.
¿Pero quién era Buster Douglas hasta ese momento? Nadie. Un ejemplo: en una de las conferencias de prensa previas a la pelea, luego de comparecer Tyson, le tocó el turno a Buster. Mientras él ingresaba, cientos de periodistas se levantaron y dejaron sus asientos: a nadie le interesaba lo que tenía para decir. Uno de ellos le preguntó: “¿Vos sos Buster Douglas, no?”. Ocupaba el séptimo puesto del ranking pero las grandes victorias (siquiera las grandes performances) brillaban por su ausencia en su récord profesional. 28 ganadas, 4 perdidas, un empate. Su padre también había sido boxeador. En 1976 peleó, y perdió, frente a Víctor Galíndez en el Luna Park. Buster Douglas había encadenado una serie de 6 triunfos que lo pusieron frente a Tyson. Pero él era un escalón más para arribar a la pelea que todos esperaban. Tyson- Holyfield. Douglas no debía ser el actor protagónico de esta historia. Ese no era su destino. Pero él no se resignó.
No llegaba en buen momento personal. Su madre había muerto tres semanas antes. Estaba sumido en la tristeza del duelo todavía. Otra preocupación es que en esas semanas le habían detectado a la madre de su hijo una severa enfermedad en el hígado. Para empeorar la situación, a él se le desató una fuerte gripe el día anterior al combate. En sus buenos momentos era un boxeador duro, valiente y hasta con velocidad. Pero esos momentos no eran demasiados porque tenía problemas con el peso y carecía de la disciplina necesaria para entrenar a conciencia.
Los periodistas especializados esperaban otra masacre breve. No más de dos minutos de acción. Larry Merchant, tal vez el comentarista más famoso de Estados Unidos, dijo: “Esta peleada está terminada antes de empezar. A lo suma terminará unos pocos segundos después”.
La primera sorpresa de la noche se dio en el primer round. Douglas no tenía miedo, no escapaba por el ring. Se plantó y presentó batalla. Cambiaba golpes con furia. No parecía una gran táctica. Sólo parecía un honroso certificado de (pronta) defunción. Pero había algo en esos rounds. Una presencia, algo que no quisimos ver en ese momento. Mike Tyson no era el mismo. Su estado físico era inferior al habitual y su ferocidad más escasa. Algo de ese instinto bárbaro, de esa fruición por golpear al rival con toda su fuerza, se había desvanecido. Sus movimientos estaban aletargados, no le encontraba la vuelta a la pelea. Douglas, en cambio, estaba rápido y tenía una táctica: usar el jab para mantenerlo lejos, para molestar a su rival. Y de cuando en cuando asestarle un buen golpe. De esa manera, aceptando intercambios, se exponía a que en algún cruce Tyson lo noqueara. Su táctica tampoco era suicida. Cada vez que se veía desbordado acudía al clinch, a abrazarse al campeón del mundo para detener las acciones. Al finalizar el quinto round, las acciones estaban parejas. Douglas había metido tantos buenos golpes (o quizás más) que Tyson. Pero casi nadie se preocupaba. Todo hacía suponer que Douglas se cansaría o que Tyson haría predominar su potencia. Pero en ese descanso un párpado de Tyson se hinchó como un globo, el ojo estaba cerrado.
Los siguientes asaltos fueron parecidos. En el octavo Douglas se envalentonó y dominó a Tyson. Pero faltando muy poco para el final, cuando el retador lo acosaba contra las cuerdas, Tyson sacó un furibundo uppercut de derecha. El impacto fue pleno y levantó, literalmente, a Douglas por el aire. Quedó tirado en la lona de espaldas. Cuando la cuenta llegó a nueve se puso de pie. Apenas le dieron el pase sonó la campana salvadora. Pero esa cuenta no fue normal. Fue la Larga Cuenta. Parecía como si el referí Octavio Meyran tuviera dificultades para recordar el orden de los números. Hacía todo en cámara lenta. Tardó 14 segundos en contar hasta 9.
Cuando todos pensaron que el orden se había restaurado, la pelea continuó. En el noveno round, Tyson salió a definir el match, a terminarlo. Desprolijo, ciego, sin energía. Se vació en menos de un minuto. Douglas se fue restableciendo. En el siguiente asalto, llegó la gran sorpresa. Douglas esperó al campeón, y lo conmovió con uppercut. Luego una seguidilla de cruzados con ambas manos. Las piernas de Tyson flameaban. Buster Douglas seguía atacando. Tyson agotado no se defendía, apenas lanzaba algún golpe desmañado. La falta de costumbre, o la confianza excesiva: no considerar que existiera la posibilidad de la derrota, hizo que no intentara siquiera trabar al rival. De pronto, una seguidilla de rápidos jabs, un golpe ascendente y cuatro o cinco directos. Todos certeros, definitivos. Tyson cayó de espaldas, sin respuestas. Meyran siguió con sus dificultades matemáticas. Agachado cerca de la cara del campeón desparramado le mostraba los dedos. Tal vez Tyson creyó que uno de los efectos del nocaut era ver todo suceder a menor velocidad. En una imagen indigna para sus antecedentes, Tyson absolutamente obnubilado, gateó por el ring. Tomó, como pudo, el protector bucal que había salido volando y no acertó a ponérselo en la boca: no estaba para asuntos de motricidad fina. El protector entró perpendicular a los dientes y más de la mitad de él quedó afuera. El referí no sabía cómo demorar la cuenta. El campeón se puso de pie, pero sus ojos estaban vacíos y las piernas endebles, se balanceó hacia adelante y Meyran lo abrazó antes de que volviera a la lona. Todo había terminado. Buster Douglas era el nuevo campeón del mundo de los pesos pesados, el más sorprendente campeón de la historia.
La transmisión original en inglés, la de HBO, es una buena prueba de la sorpresa, del shock que produjo ese nocaut. “¡Mike Tyson ha sido noqueado! Increíble”. Eso había en su voz: incredulidad. Y estupor. Luego un silencio. Un largo silencio. Casi diez segundos en televisión es una eternidad. Nadie sabía qué decir. Una situación inefable. Estos profesionales del micrófono a los que las palabras le aparecen a borbotones habían quedado mudos. El comentarista intenta hacer su trabajo, era él el que debía hablar: “Lo que acaba de hacer Buster Douglas hace que la Cenicienta parezca un cuento sin fuerza, una historia mal contada”. El relator recupera su forma: “No hay otra manera de llamarlo: es la mayor sorpresa en la historia del boxeo”.
Tyson a sus 24 años ya había dado lo mejor de sí. Los problemas personales lo habían consumido. Disputas con el manager, cambio de entrenador, escandaloso divorcio con su esposa Robin Givens, violencia. Ya no se entrenaba como antes. Creerse inexpugnable lo terminó de liquidar. Luego vendrían las denuncias por violación, el juicio, la prisión.
Buster Douglas enfrentó ocho meses después a Evander Holyfield. Desde la tapa de la Sports Illustrated se lo anunciaba como “El nuevo Rocky”. No fue así. Su reinado fue mucho más breve que el de Balboa. La bolsa por su primera defensa fue de 24 millones de dólares (contra Tyson había firmado por 1 millón 300 mil). Holyfield lo noqueó en el primer round. El sueño había terminado. Cuatro años después su fortuna se había evaporado. Debía empezar de nuevo. Pero ya había hecho historia. Había dado el gran batacazo en la larga e ilustre saga de los pesos pesados.