Nicolás Maduro, presidente usurpador de Venezuela, intenta sostenerse en el poder con el apoyo político de Rusia y, en un menor grado, China. La visita del canciller Serguéi Lavrov a Caracas la semana pasada –después de estar en La Habana y Ciudad México– tiene esa intención. Busca mostrar a la Fuerza Armada Nacional la estrecha relación que mantiene el régimen con el Kremlin.
El heredero de Chávez y el gobierno de La Habana quieren reproducir en el siglo XXI las condiciones de la Guerra Fría (1945-1989), suscitada después de la Segunda Guerra Mundial entre el bloque democrático liderado por Estados Unidos y el bloque comunista comandado por la extinta Unión Soviética. Las razones de aquel enfrentamiento fueron esencialmente ideológicas y políticas.
Estos dos bloques como tal desaparecieron del escenario internacional con la llegada de la globalización. En esta nueva realidad, Rusia y China han basado sus relaciones con el resto del mundo sobre intereses comerciales y geopolíticos. Por lo que la ideología comunista dejó de ser el hilo conductor de la política exterior de Moscú y Pekín. “No importa si el gato es blanco o negro con tal de que cace ratones”.
En consecuencia, lo que Rusia busca en Venezuela es asegurar el recobro de los préstamos otorgados a la estatal petrolera Pdvsa y al régimen chavista, por la venta de armas, y garantizar los activos en el sector energético para defenderlos en el marco del derecho internacional. Asimismo, Vladimir Putin quiere mantener un aliado dentro de la geopolítica latinoamericana y del Caribe. No le gustaría repetir la experiencia de la caída de Viktor Yanukovych en 2014, en Ucrania, con la salida de Maduro de la presidencia.
En este contexto, el Kremlin está dispuesto a oponerse al gobierno de Trump, incluso en su patio trasero, para hacer valer los contratos y deudas que tiene en Venezuela. Por ello, Lavrov asistió a encuentros con la presencia, en las reuniones, de la “oposición oficialista” y el régimen.
El mensaje es claro. Rusia requiere con urgencia que el Parlamento –órgano que autoriza cualquier acuerdo de interés nacional e internacional– apruebe los nuevos contratos y empréstitos que el Ejecutivo necesita desesperadamente para sobrevivir a la política de “máxima presión” de Trump.
Por consiguiente, Rusia y el régimen de Maduro plantean que la solución a la crisis política en Venezuela es la elección parlamentaria y no presidencial. Y en este sentido imponen el relato. Buscan legitimar la presidencia de Maduro con “el triunfo” en la votación para la Asamblea Legislativa de 2021-2026. Para alcanzar este fin, el oficialismo está dispuesto a introducir varias de las peticiones solicitadas por la oposición para asistir al proceso electoral.
La premisa de la victoria chavista es que las fuerzas democráticas concurrirán divididas con algunos partidos llamando a la abstención. Esta elección estaría programada –uso y costumbre– para el primer domingo de diciembre (6 de diciembre de 2020). Y el 5 de enero de 2021 habría una nueva Asamblea Nacional dominada por el chavismo.
En el ínterin, las acciones, para mantener el apoyo del Kremlin al régimen de Maduro, están enfocadas en romper el quórum que eligió a Juan Guaidó como presidente de la AN el pasado 5 de enero, con lo que se ha denominado la Operación Alacrán. Porque una vez alcanzada la mayoría calificada, con la compra de conciencia, Luis Parra gozaría de una supuesta legitimidad para presidir la junta directiva de la AN el último año del período 2016-2021. Con la administración de Parra se legitimarían los contratos y préstamos rusos que tanto preocupan a Putin.
Para los 60 países que reconocen al presidente de la AN como mandatario interino de Venezuela, Juan Guaidó, el 20 de mayo de 2018 hubo fraude en la elección presidencial. Por lo que Nicolás Maduro dejó de ser el presidente legítimo de origen de Venezuela el 10 de enero de 2019.
En consecuencia, el bloque de países democráticos actúa bajo los principios democráticos. Por ello, el Reino Unido, Francia, Canadá, España (Comunidad y Alcaldía de Madrid) y Estados Unidos reconocieron a Juan Guaidó como jefe de Estado de Venezuela en su reciente gira internacional.
Bajo esta racionalidad, el bloque de las democracias sanciona el régimen de Maduro. Antes del 10 de enero de 2019 las sanciones eran individuales y financieras para castigar a personas naturales y jurídicas, y a instrumentos vinculados con actividades ilícitas y terrorismo, y el lavado de capitales, respectivamente.
A partir de la usurpación de la presidencia por parte de Maduro, las sanciones son individuales y económicas a personas naturales y jurídicas que sostienen en el poder al dirigente chavista, con el fin de obligarlo a negociar la restauración de la democracia en Venezuela.
El mensaje es claro: no se retirarán las sanciones hasta que se restituya el orden democrático con una nueva elección presidencial competitiva, libre y justa.
Por lo tanto, en Venezuela, no estamos ante una nueva Guerra Fría entre bloques. Lo que hay es unos países que quieren cobrar en especie el dinero prestado al régimen chavista, Rusia y China, y otros 60 que quieren restaurar la democracia, liderados por Estados Unidos.
Dependerá de las fuerzas democráticas si Moscú logra su objetivo, con lo cual Maduro seguirá en la presidencia con sanciones, o si se alinea con los 60 países para restituir la democracia, negociando, en bloque, con el Kremlin y Pekín sus intereses comerciales. Porque la realpolitik prevalece en Rusia y China.