No dudamos en afirmar que la concepción purista del Estado de Derecho debe ser rastreada desde sus orígenes en la Francia revolucionaria del siglo XVIII. En efecto, con anterioridad al citado evento histórico no es posible hablar de su existencia, aunque ciertamente la Administración, como concepto, apareció con el auge de las monarquías absolutistas.
Lo anterior lo decimos pues cuando todo el poder para administrar los diversos asuntos de los reinos se centró en la figura del monarca, se hizo necesaria la creación del aparataje estructural para llevar a cabo tales cometidos, naciendo así la Administración. A propósito de esto, es nuestro criterio no hablar de “Administración Pública” durante el periodo absolutista, en tanto que entendemos que el aparataje administrativo debe estar al servicio de los administrados y no de un monarca.
En relación a la formación del Estado de Derecho, Luciano Parejo³ nos explica que el resultado de la pugna entre las distintas corrientes revolucionarias y la resistencia del estamento monárquico francés durante los siglos XVIII y XIX fue el llamado Estado Constitucional, qué, sin embargo, a pesar de tratarse de un nuevo sistema, no significó una ruptura total con el antiguo régimen. En este sentido, el citado autor4 nos dice:
“(…) hay que precisar que la ruptura no es total puesto que por debajo de los principios ideológicos y estructúrales definitorios del Estado constitucional siguieron discurriendo elementos y contenidos del Antiguo Régimen.
1. El asentamiento de la convivencia política y, por tanto, de su organización sobre la idea de la Constitución, entendida ésta como una norma racional, que define la estructura y el ordenamiento políticos de un Estado a partir de unos determinados presupuestos (el pueblo como única fuente de legitimidad del poder público) y contenido material (la garantía de los derechos inherentes a la condición humana frente a la acción del poder, a cuyo servicio está la división funcional de éste).
2. La afirmación de la soberanía nacional, es decir, la traslación de la soberanía (en definitiva, del poder) desde el príncipe (premisa monárquica del absolutismo) a la nación, entendida como distinta de los individuos que la componen y titular de dicha soberanía de forma originaria y ejercida ––en virtud de delegación–– por los órganos instituidos por la propia nación.
3. De ahí el tercer principio que interesa destacar: el de separación de poderes o funciones. La soberanía nacional se descompone en su manifestación o ejercicio en tres funciones o corporizadas en tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Se trata de un principio extraído del modelo político inglés, si bien a través de su específica interpretación en la obra de Montesquieu”.
Así pues, en función de lo anteriormente expuesto, nos permitimos concluir que el nuevo Estado liberal funcionó, indiscutiblemente, bajo las bases estructurales del antiguo Estado monárquico. En efecto, como fue señalado anteriormente, las bases de la administración pública, de acuerdo a la noción que manejamos en la actualidad, ya existían con anterioridad a la revolución francesa, y no era posible la refundación de un Estado si no se contaba con la estructura administrativa necesaria para sostenerle.
En cualquier caso, no deja de ser llamativo que este Estado Liberal, identificado en su nacimiento con el lema “Liberté, égalité, fraternité”, no fuese lo “democrático” que solemos creer hoy en día, sobre todo, ateniéndonos a la asociación que en la actualidad hacemos de las palabras “libertad” y “democracia” con otras tales como “minorías” y “respeto”. En efecto, aquel lema revolucionario, posteriormente “suavizado”, en sus orígenes estaba cargado de una significativa connotación de intolerancia: “Liberté, égalité, fraternité, ¡ou la mort!”; cuestión que se hizo patente en los interminables baños de sangre que precedieron al derrocamiento de la monarquía.
CONTINUA EN LA PARTE III
Víctor Jiménez Ures
@VJimenezUres
Ver también Victor Jiménez Ures: ¿Es posible un Estado Liberal en Venezuela? (Parte I)