Victor Jiménez Ures: Ojalá y sea el fin del mundo

Victor Jiménez Ures: Ojalá y sea el fin del mundo

Cada generación enfrenta su propia versión del apocalipsis, situaciones inéditas e inimaginables hasta entonces; eventos desastrosos y turbulentos que evocan al fin del mundo y hacen temblar a la humanidad entera. Siempre hemos logrado reponernos a pestes, guerras mundiales y crisis nucleares, y casi siempre saliendo fortalecidos en la experiencia y el aprendizaje ganados. Sin embargo, y eso también hay que decirlo, cuando nos empeñamos en no aprender de la historia, lamentablemente ésta repite sus ciclos hasta que aprendamos la lección, o perezcamos en el proceso.

Sin dudas, quienes vivieron la I Guerra Mundial pudieron creer, por la cantidad de muertos, por la hambruna y las crisis económicas que conllevó, que estábamos enfrentando el final del mundo, y de cierta forma lo era: aquella debió ser la última Gran Guerra, la terminación apocalíptica de una serie de guerras, rencores y venganzas nacionales que había atenazado a Europa y al mundo los últimos 300 años. Aquella guerra debió ser el capitulo final de los imperios autocráticos que habían cimentado su poder derramando inmisericordemente la sangre de sus súbditos en todos los campos de batalla imaginables. Desde Marruecos hasta Sebastopol, pasando por Palestina y África, los imperios y reinos europeos habían sumido al mundo en una sangría constante que parecía no tener fin.

Aquella guerra debió ser la última guerra, dándo paso a un mundo de naciones cordiales y democráticas que resolviesen sus diferencias mediante el dialogo y las mutuas concesiones. En lugar de eso, las potencias ganadoras humillaron a Alemania, y nadie hizo lo suficiente por ayudar al sufrido pueblo ruso, que sin dudas intentó sacudirse a la lacra comunista, pero no pudo. ¿El resultado? Sencillo: la vida es una maestra sin humor, lección que no se aprende, lección que se repite.





Hizo falta otra guerra; una más dura, más sangrienta y más ruinosa para que finalmente la humanidad quedara espantada de su propio poder autodestructivo. El genocidio, la persecución política, la utilización de bombas incendiarias sobre ciudades civiles y la violación punitiva de mujeres son algunas de las aberraciones que la humanidad se auto infringió y que en toda la enormidad de su horror hicieron nacer la conciencia entre las naciones civilizadas de que nunca más debían repetirse esos negros capítulos de la historia. La II Guerra Mundial dejó los edificios de Europa destruidos, pero también edificó las bases de un nuevo mundo, imperfecto, pero mejor que el anterior; esa guerra nos dejó naciones que (en su mayoría) prefieren el dialogo a la guerra, y reconocieron los derechos inherentes a todos los seres humanos, por el solo hecho de haber nacido.

Los eventos del COVID-19, que, por las cuantiosas pérdidas humanas y económicas causadas, han sido considerados por muchos como los estruendos de una inusitada III Guerra Mundial, en que la humanidad entera se enfrenta a un virus, también están siendo equiparados con el inicio del apocalipsis. No me haré eco de esas aseveraciones, pero sí diré algo con toda la responsabilidad del caso: No es el fin del mundo, pero ojalá sea el fin de nuestro mundo enfermo de poder, corto de vista, mezquino con el medio ambiente y egoísta con los pobres. Ojalá y sea el final del mundo que cree que puede salvarse solo y que se muestra indiferente con el destino de naciones enteras. Ojalá y sea el final del mundo en que la gente es juzgada por su cuenta bancaria y no por su corazón. Ojalá y sea el final de la humanidad que cree que puede vivir sin Dios, y que piensa que puede decidir sobre la vida de los demás; espero sinceramente que este sea el final de un mundo negado a entender que el bienestar individual está indisolublemente ligado al bienestar colectivo.

El camino es largo, pero transitémoslo con fe en Dios, en nosotros mismos, y también en el resto de la humanidad. Al final del viaje, el sol volverá a brillar.

Dios bendiga a Venezuela.

@VJimenezUres