Todo silencio, todo vacío. La ciudad está desolada. O al menos eso parece desde la imaginación insomne. Cualquiera diría que las ciudades están tristes cuando carecen de esa algarabía que siempre se oye al fondo. En nuestro caso este silencio denota la tristeza que es la acumulación de la desesperanza que todos cargamos encima y que, sin embargo, no nos quita capacidad de lucha y de mantener el esfuerzo de soñar un país mejor. En este afán hemos envejecido todos, incluso los más jóvenes que han debido asumir una madurez que todavía les falta para encarar desde su arrojo esta maldición que significa vivir al día, sin saber a dónde nos lleva este mar grotesco y arbitrario en el que se nos ha convertido el país. Somos la paradoja de saber cómo estamos y a pesar de eso, no resignarnos. El mal totalitario parece regir entre la persecución a la libertad, la dispersión de los ciudadanos, el exterminio de cualquier recurso que rinda tributo a la vida y la exhibición morbosa, por parte de ellos, de una forma de vida donde todo es tentación y excesos.
El demonio es exterminio, tentación y cínica indiferencia. Tienta con el dinero fácil mientras concede a cambio el infeliz atributo de la indolencia que mata la conciencia. Ellos padecen otro silencio más demoníaco, nada escuchan, ni el reclamo por justicia, ni los gritos que imploran ayuda, ni la tragedia del hambre, la desesperación o la muerte. El silencio de ellos es la única contraprestación que reciben por estar al servicio de la destrucción. Ese dinero robado, el saqueo de los recursos del país, la delación interesada, la tortura, el manoseo de la justicia, el placer extremo, el descontrol de los instintos, todos esos excesos son de ellos, tanto como el hambre del niño que esta noche no puede comer, de la viejita que se deshace entre la soledad y la incomprensión de lo que está ocurriendo, y de todos aquellos que sienten miedo. Ese dinero transformado en placer y en dolor, en goce y en restricción, en desvarío y en tristeza, en algarabía narcisista y en la quietud del hambre, sed y soledad, todas estas contradicciones y dicotomías son los extremos de un mismo camino y la ruta de un mismo caminante, que es perverso y depredador. La ciudad silenciosa vela y pide que Dios aparte de su boca ese cáliz lleno amargura. La ciudad está también triste hasta la muerte, se sabe rodeada de lobos hambrientos. ¿Quisimos pasar por esto? ¿Hicimos caso omiso de las señales que nos indicaban que esto era lo que venía? ¿Abrimos el redil a los falsos pastores? Todo estaba escrito. La noche, su silenciosa tristeza, evoca un insoportable vacío de Dios. Los falsos pastores nos lo han arrebatado.
Condenados a muerte
Un país sin derechos tampoco puede respetar la dignidad de la vida. ¿En qué momento fuimos condenados a esta muerte por sorteo? ¿Cuál fue la decisión originaria, el momento raíz que desató todo el caos que ahora vivimos con angustia? ¿En qué sitio se perdió la compasión por el daño abstracto, ese que no nos toca aun, ese mal que afecta al otro lejano de nosotros y que, sin embargo, también es venezolano? ¿Cuándo nos dejó de importar la suerte de los que se fueron cruzando los dedos, esperando que nada pudiera ser peor que un país sin ley, sin economía, sin moneda, sin trabajo, sin alimentos, sin luz, sin agua, sin seguridad, sin telecomunicaciones, sin señales de cambio? ¿Cuándo a los que se fueron les dejó de importar el trajinar de los que se quedaban atrás, con la mirada perdida en un horizonte irreplicable, replanteándose la vida, ahora mas precaria, con más soledad y con menos oportunidades? ¿Cuándo dejó de importarnos el niño que se vio abandonado por la fuerza de las circunstancias, porque sus padres se fueron con la promesa de mandar para una comida que ahora falta en la mesa, y que se suma a la escasez de abrazos, la carencia de afectos, y a la nostalgia creciente porque la promesa no fue el desamparo sino el estar juntos para afrontar una vida que no es promesa sino sentencia? La pandemia es solamente la última línea de una condena certera en un país desvencijado, descoyuntado, con ciudadanos transformados en rehenes y siervos descartables. Reos somos de muerte, aun siendo culpables, porque el mal tan afianzado ya no es capaz de discriminar. El niño mira desde su rincón y llora la falta de sueños a la que ha sido condenado.
La cruz a cuestas
Desde la noche que transcurre insomne ratifico el pacto con mi propio silencio. Mantener, en la medida de lo posible, una ficción de normalidad cuando todo es ambiguo, turbulento e inexplicable. No es una noche agónica. Esa es precisamente la tragedia. Nada transcurre. Todo está detenido mientras avanza esa nebulosa falta de certezas para la cual no hay preguntas, mucho menos respuestas. El peso es infinito y a la vez liviano. Se debe cargar, pero no se puede soportar sobre los hombros. Todo consiste en eso, en seguir adelante sabiendo que la cuesta es interminable y que, si acaso tiene fin, ella concluye en el mismo Gólgota de incomprensiones. En eso consiste el peso, en la imposibilidad de cálculo, en la negra noche que lo cubre todo, incluso la capacidad para imaginar el futuro. Y, sin embargo, no tengo una convicción más firme que seguir avanzando con serenidad en la ruta que me toca, como si nada estuviera ocurriendo, como si la cruz no fuera tal.
La noche acompaña todas las cavilaciones que vienen en tropel cuando ni siquiera estamos preparados para las preguntas cuyas respuestas sabemos y no sabemos. ¿Esto pasará? ¡Todo pasa! ¿Sobreviviremos a esta época y lucharemos porque la otra que venga aplaste el mal que hoy nos somete? ¡El mal es esquivo e impreciso! ¿Y mientras tanto, qué pasará con mi vida, mis afectos, mis proyectos, mi futuro? La única respuesta es esta cruz que pesa y no pesa, que cargo y no cargo, que tiene ruta y que no tiene sendero, y que siempre culmina en el Gólgota. Preocúpate por la cruz de hoy, por la que sientes esta noche, por la que acompaña tus silencios. Reza y pide a Dios que te de fuerzas para seguir adelante. Y pídele que te deje dormir, que los sueños sean benignos y te dejen imaginar la libertad que entre tanta oscuridad todos hemos perdido.
Todos tenemos una primera caída.
Cargo mi cruz, pero me siento agobiado. ¿Y si huyo de todo esto y me salvo yo? ¿Y si me entrego definitivamente al mal que vive tan bien? Allí están ellos, los que tienen el látigo en la mano y no son nunca la espalda que maltratan. Cerca está el que reparte y se queda con la mejor parte. El que tiene acceso a gasolina, divisas, alimentos, carro, mujeres lindas y paseos a Los Roques. En la esquina, al comenzar la dura cuesta, sonríen porque se sienten más allá de cualquier alcance. Ellos son la revolución impune, la que gana con nuestra perdición. La que todavía se ríe, canta y goza. Ellos si tienen futuro. Yo solamente tengo este madero que me pesa tanto y me hace tropezar. Ellos son ese traspiés que ahora yo quiero con demencia febril. ¿Y si lanzo lejos esta cruz tan pesada y me abrazo a sus pies, juro lealtad y agarro la vara con la que me amenazan para ser yo el que golpee a los demás? Me pesa la tentación más que la cruz misma, y caigo. Desearlo es solamente el principio. ¿Y por qué no? ¿Por qué ser yo el perdedor si puedo hacer que sean los demás los perdidos? Mi hijo me saca de mis delirios. Me dice ¡Vamos, yo te acompaño! Me levanto y sigo adelante, con la cruz a cuestas, comprometido con la ruta, agradeciendo el susurro de Dios que me salva del desvío.
El cuarto mandamiento.
Ser viejo no significa que seas descartable. Este camino está empedrado con falsos dilemas. En el camino de mi propio calvario me consigo con algo extraño. Mi madre es la que llora por mí. Debería ser lo contrario, pero ¿quién decide la vida y la muerte de los demás? ¿Quién es capaz de condenar a la muerte al otro? ¿Quién toma la determinación de que son ellos, padres y abuelos, los que no tienen otro derecho que su propia suerte al momento de sobrevivir a la enfermedad? ¿El que tiene esa potestad lo haría con su madre, su tío, su abuelo, su padre, su hermano mayor? ¿Quién te confirió juez y señor hasta hacerte repugnante al “no matarás”?
Esta cultura del descarte de los que sirven menos ha construido una ciudad donde en cada esquina huele al acre abandono llevado hasta sus últimas consecuencias. Honrar es ahora una liturgia de las distancias. La vida se ha convertido en esa pantalla que luce tantas veces como un escudo que nos protege de la realidad. Hoy condenamos a muerte a los débiles, a los que no se pueden defender, y con eso relativizamos derechos que para nosotros son inalienables e imprescriptibles, pero que para los demás son condicionales porque los hacemos depender de nuestra propia conveniencia. Mientras tanto, mi cruz se ve confortada porque allí está ella, velando mi paso, honrando esa vieja promesa del amor incondicional que con tanta facilidad apartamos ahora. Yo sigo de largo. Señor, danos una buena vida y muerte apacible. Que no sea yo el que descarte ni mucho menos el descartado. Que al momento de la despedida final pueda estar acompañado y que no sea el abandono el único compañero.
¡Ayúdame!
Me pesa tanto que no voy a poder llegar. Esta noche de oscuridad absoluta me siento más débil y frágil que nunca. Solos no podemos. No hay forma de seguir erguido, con este peso, recorriendo un camino tan tortuoso. ¡Ayúdame por favor y hazme justicia! ¡Ayúdame y déjame coger un respiro! ¡Regálame al menos un minuto de descanso! Otórgame un halo de esperanza, ven y lucha conmigo. Rescátame para que mi carga sea más llevadera. No quiero que entiendas mal. No quiero que lleves mi cruz. No quiero cargarte con ella. Solo quiero que el peso se alivie, quiero que tú hagas el camino, y me alejes de la cima del monte donde el mal quiere verme crucificado. Al final llegaré allá, encontraré mi camino y cumpliré la voluntad de Dios. Lo haré con dignidad y en su momento. Pero ahora apiádate de mí, préstame tus manos, confíame tus hombros, dame tu fuerza, y tal vez juntos seamos capaces de replantear nuestro destino. Ayúdame porque solo no puedo.
La oscuridad ya no me deja ver.
Ten compasión y déjame ver. Ven y limpia mi rostro de tanta penumbra. Quiero poder saber en qué consiste esta trama que el mal ha hilvanado con tanta paciencia. El engaño original, los pactos fraudulentos, las promesas incumplidas, la perversidad del que te ha mentido, el uso de la fuerza para aplastarte, el miedo para inmovilizarte, el hambre para que no tengamos fuerza, la separación para que perdamos de vista las razones por las cuales seguir luchando, la muerte exhibida en toda su atrocidad para saquearnos el pudor. El olvido y la indiferencia como una epidemia que nos permite el abandono sin arrepentimientos. Lávame el rostro y déjame ver con claridad lo que es malo, lo que es bueno, lo que se puede perdonar, lo que no podemos olvidar y los hechos que debemos administrar con justicia. Lávame el rostro y déjame ver cual es el camino y cual es la perdición.
No llores por mí. Compadécete de tu propia suerte.
Ya es tarde para resolver lo que está a punto de consumarse. Me verás caer mil veces más. Verás cómo se juegan la suerte para disputarse lo que yo valoro, mi libertad y un ambiente de justicia y memoria que no pierda de vista la iniquidad. Verás cuando los malos se disfracen de apropiados para seguir gobernando. Tendrás que soportar la sorna y la bajeza. Te quitarán lo tuyo cuando ya no tengan nada más que arrebatarme. Y serás testigo silente, ¿e indiferente?, de mi muerte, de muchas muertes, de las que son abandono, apatía, las que se provocan cuando insistes en voltear la mirada, cuando aplaudes las falsas victorias, cuando te abandonas a la comodidad de tu propia cobardía y cedes, concedes y te dispones a convivir con el mal que te aplasta. No llores por mí porque es cuestión de tiempo que seas tú el que se transforme en víctima. No llores por mí, porque estoy a pasos de ser un todo consumado, una cabeza caída en sus hombros, muerta, irreversiblemente muerta. Llora por ti, por tu absurda ceguera.
Volvemos al mismo silencio de la noche.
La ciudad continúa oscura y taciturna. Pero todos nos sabemos insomnes y víctimas de las mismas preguntas que no queremos hacernos, y de esas respuestas que no queremos darnos. La ciudad confunde. Silencio no es sosiego. Es grito de desolación, porque la muerte no claudica, el hambre no espera, la enfermedad no cesa, la desesperación no se atenúa. ¿Dónde esta el Dios compasivo que en esta noche parece tan distante? ¿Por qué nos sentimos tan abandonados, tan yermos? Son preguntas que evaden, son falsas interrogantes que nos quiere colocar en un umbral de comodidad que no merecemos. No es Dios el que está fallando. Somos nosotros los que estamos lejos y por lo tanto no alcanzamos a ver.
La vida se aprecia en perspectiva o no se ve bien. Llegar hasta aquí es una demostración de fortaleza indómita. Llegar sin haber caído en la tentación del extravío o de la entrega al mal, es la demostración de que Dios ha permitido que nos mantengamos invictos. Dios susurra en nuestras mentes y corazones, mientras habla con el ejemplo de los que nos rodean. Se expresa en el coraje del que no se inclina ante el mal a pesar de los costos. Te hace ver que está allí, en el padre que no abandona a sus hijos a pesar del hambre. Y de los hijos que no dejan morir a sus padres en soledad y desprecio. En los médicos que arriesgan su vida para salvar a otros. En los que comparten su pan, aunque sea escaso. Y en los políticos que no ceden, ni transan, ni se callan. La noche no puede ocultar una ciudad que nos da lecciones.
Dios está allí, en el camino de nuestras dudas que milagrosamente se transforman en certezas. Está en nuestras caídas y en nuestras ganas de levantarnos. En nuestra mirada compasiva tanto como en nuestra santa indignación cuando pedimos que el cielo nos conceda justicia. Se refleja en la verdad, y en el testimonio que se da a favor de la verdad. Dios está en nuestro coraje cotidiano, cuando no nos reducimos al silencio, cuando el insomnio no nos impide deliberar y rezar. Dios está en los exhortos de Juan Pablo II, que nos precedió en la experiencia del comunismo, y que nos pide que no caigamos víctimas del miedo porque “el miedo es el primer aliado de los enemigos de la causa. Obligar a callar mediante el miedo, eso es lo primero en la estrategia de los impíos. El terror que se utiliza en toda dictadura está calculado sobre el mismo miedo que tuvieron los Apóstoles. Cristo no se dejó aterrorizar por los hombres. Saliendo al encuentro de la turba, dijo con valentía: Soy yo”. Dios está en la pregunta que resuena como un trueno en la noche oscura que nos impugna ¿Y tú? ¿Y yo?
¿Dónde está Dios? En nuestro compromiso con la verdad, en nuestras ganas de proclamarla, aunque sea una verdad dura, complicada, problemática, tajante, peligrosa. Proclamar la verdad sin oportunismos, sin edulcorarla, sin la falsa apariencia de la diplomacia. Juan Pablo II, que como nosotros hoy, vivió alguna vez la maraña totalitaria, el mal exterminador en todo su apogeo, nos impugna y nos empuja a “dar testimonio de la verdad, aun al precio de ser perseguido, a costa incluso de la sangre, como hizo Cristo mismo…” Esa es nuestra cruz esencial y la presencia de Dios en medio de nosotros, si algo hay que hacer, si en la noche oscura te preguntas ¿cuál es la propuesta? ¿qué puedo hacer yo? La respuesta es sencilla: Proclama la verdad, no le hagas concesiones al miedo, esgrime la verdad y lucha porque sea la verdad la que se imponga, porque solo un estrecho compromiso con la verdad nos hará libres.
¡Que la presencia de Dios nos de la fuerza para seguir adelante!
Jueves Santo, 09 de Abril del 2020
@vjmc