“La Organización Mundial de la Salud debería cambiar su nombre de OMS a OCS: ‘Organización China de la Salud’. Ese nombre sería más apropiado”. El viceprimer ministro japonés, Aso Taro, estallaba así durante una reciente sesión parlamentaria en la que denunció, indignado, la descarada influencia de Pekín en el organismo al que estamos encomendados para derrotar la pandemia del coronavirus.
Por: Enrique Andrés Pretel // El Confidencial
Su ocurrencia encontraba un insólito eco al otro lado del Pacífico cuando, días después, Donald Trump Jr. retuiteaba la intervención del político asiático difundida por el canal de televisión taiwanés Formosa News: “Estoy con él (Aso Taro)”. Lejos de ser dos exabruptos aislados a 10.000 kilómetros de distancia, estas declaraciones son el síntoma más visible de una creciente furia contra la OMS y su controvertida gestión de la crisis sanitaria del Covid-19.
En circunstancias normales, la OMS suele aparecer de perfil en los medios. La opinión pública no reconoce a sus jefes ni tampoco sus funciones al detalle. Sus luchas de poder apenas interesan a los burócratas nacionales pendientes de un salario libre de impuestos en Suiza y pocos han escuchado los avisos de la comunidad sanitaria internacional ante la creciente politización de un organismo pensado para regirse por criterios científicos. Pero estas no son circunstancias normales. La prueba es que estás leyendo esto confinado en casa quizás pensando que, tarde o temprano, alguien tendrá que pagar los platos rotos de la que se nos viene encima.
A día de hoy, con un millón y medio de infectados, 83.000 muertos y más de la mitad de la población del planeta en cuarentena, cada vez más voces piden la cabeza del actual director general, el etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus. Si antes le recriminaban una excesiva complacencia con Pekín, ahora lo acusan directamente de ser un peón chino más en el sistema. Pero la respuesta no es tan sencilla.
Durante los últimos años, Occidente ha ido descuidando la OMS. Los países han apostado por otros centros de poder más relevantes -como el FMI, la OMC o la OTAN-, dejando a la organización al borde de la irrelevancia operativa y con un menguante presupuesto. Nada más básico en la geopolítica que ocupar los vacíos que dejan tus rivales sin oponer resistencia. Y eso hizo China. Tras el brote del SARS en 2003, el país asiático comprendió el verdadero potencial de este mamut administrativo en casos de crisis sanitaria. Una poderosa influencia a la que la opinión pública global parece estar despertando de golpe.
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