Terminó la Semana Santa y todavía no se sabe del paradero de Daniel Ortega. Mejor es decir, la opinión pública no sabe de él, porque los grandes capitostes del crimen nacional e internacional que lo tienen por jefe de las mafias de alcance más limitado en Centroamérica, duermen con absoluta tranquilidad. Quizá estará “cuarenteneando” en un plácido lugar, gozando de la vida, a escondidas de su vicepresidencial mujer. A lo mejor, “brujereando” en algún sitio que lo requiere a tiempo completo para ritos impublicables. O drá algunas vueltas nocturnas por el malecón de La Habana, luego de intensos chequeos médicos. En todo caso, aún fuera del escenario de una pandemia que lo requiere personalmente en Managua u otros lugares del hermoso país, evadiendo sus responsabilidades, no dejará de ejercer el control directo del poder, monitoreándolo incansablemene, chequeando a sus capataces, coordinándose con sus colegas del continente en el avance que siguen intentando e Foro de Sao Paulo y administrando el miedo que les genera el señor Trump.
El sandinismo fue y es, una pieza clave en la ofensiva comunista y por muchos líos que tenga aguas abajo, está muy claro el papel que tiene como una sargentada al servicio de Cuba. Ortega se encarga de los suyos en la subregión y deja la estelaridad a otros. Como lo hizo con el jefe supremo, el barbudo de La Habana. Con Chávez y su prótesis petrolera, o Morales y su prótesis cocalera. Por lo que el jefe del departamento sandinista al que Lula despreciaba, aunque no lo decía, está consciente de sus modestas proyecciones, pero también de su importancia en la retaguardia. Por ello, ¿desaparecido? No lo creemos. Si le hubiese pasado algo, ya los informados servicios de inteligencia que legó Fidel Castro, lo habría reportado y Nicolás Maduro todavía estaría armando un escándalo colosal en el mundo, claro está, con los reales de los venezolanos.
Además lo que hace Ortega lo hacía mucho Fidel. Cuando más se agravaba la vida de los cubanos, no aparecía por ningún lado. Dejaba correr la bola de que lo habían envenenado, por ejemplo, en una sofisticada campaña de intriga o suspendo para reaparecer triunfal hasta meses más tarde. Sólo los gafos caían en la trampa y, así, en la alta burocracia del Partido Comunista se prendían algunas disputas soterradas que divertían mucho a Raúl hasta que cortaba el asunto, pasaba factura a los indeseables y Raimundo y todo el mundo profundizaban el culto a la personalidad. Parecidas veces lo hizo Chávez, repitiendo la vieja fórmula. Por supuesto, eso o pasa en las democracias liberales, donde los líderes deben no sólo deben estar a la altura de las circunstancias, sino aparecerse en los espacios públicos para dejar constancia de que están ahí. E incluso, si vacacionan, todo el mundo se entera del lugar donde lo hacen, y para quien se atreva a mentir, ahí está la prensa libre. Ocurre con el presidente más poderoso del mundo, esto de ver y de dejarse ver. Sólo en los regímenes comunistas pasa lo contrario. Arruinados, perseguidos, reprimidos y hambreados, al nicaragüense que se le ocurra cuestionar públicamente la desaparición de Ortega, simplemente le friegan la vida.