A la memoria de Emeterio Gómez,
Incansable polemista, de una honestidad intelectual a toda prueba.
El necesario despertar
La explotación de la riqueza petrolera en Venezuela tuvo un impacto prodigioso sobre el bienestar material de su población durante buena parte del siglo XX. De ser uno de los países más pobres y atrasados de América Latina se convirtió, luego de décadas de explotación del crudo de sus entrañas, en uno de los más avanzados en muchos aspectos. De acuerdo con las series estadísticas recopiladas por el economista escocés, Angus Maddison, Venezuela inicia el siglo XX con un ingreso per cápita inferior al de Colombia, la mitad del de México, la tercera parte del de Chile y Uruguay, y cuatro veces inferior al de Argentina, el país más desarrollado de la región. Solo Perú y Brasil, entre los grandes, se encontraban con niveles de ingreso parecidos. Para finales de la segunda guerra mundial el ingreso promedio de cada venezolano sobrepasaba al de la Argentina y el de los países europeos, salvo el Reino Unido y Suiza. Sólo fue durante la década de los 70 que Italia pudo superar el ingreso per cápita de Venezuela y España en la década siguiente. Esta holgura de recursos atrajo mucha inmigración del viejo continente, en particular de España, Italia y Portugal, y posteriormente, de países latinoamericanos. Fue una bendición para una economía en rápido crecimiento como la nuestra, pues aportó espíritu emprendedor, know-how y sentido práctico, expresados en numerosos negocios que generaron empleo y bienestar. Esta posición privilegiada subsistirá hasta finales de la década de los ’70.
Con financiamiento de origen petrolero, el estado venezolano construyó autopistas, puertos, aeropuertos y dotó al país de un sistema eléctrico nacional que era envidia de la región. Temprano, en los años cuarenta, pudo erradicar la malaria y pronto siguieron otras endemias que diezmaban al campo. Los gobiernos democráticos, sobre todo, se forzaron porque la salud y la educación pública tuviesen la más amplia cobertura y fuesen de calidad, llegando el Hospital Clínico Universitario de Caracas a ser referencia médica para la cuenca del Caribe en las décadas sesenta y setenta. El analfabetismo fue vencido y el país formaba una población creciente de profesionales que constituyeron la columna vertebral de la modernidad: ingenieros, médicos, educadores, científicos de variadas disciplinas, abogados y muchos más. La educación pública hasta niveles universitarios, gratuita y de calidad, dio lugar a una gran movilidad social, cumpliéndose los sueños de muchas familias humildes de ver a sus hijos vestir toga y birrete. En los años ‘50 y ’60, la moneda venezolana mostró ser una de las más sólidas del mundo, exhibiendo el país una inflación menor, en promedio, que la de los Estados Unidos. Sin desconocer que todavía subsistían lacras propias de un país en desarrollo, era notorio que en Venezuela había operado lo que en otras latitudes se hubiera denominado como “milagro” económico.
Esta historia de éxitos, como hoy sabemos, se truncó hacia finales de los años ’70. A pesar de intentos de variados gobiernos posteriores por revivir esta dinámica o, precisamente, debido en gran medida a estos esfuerzos, los venezolanos vieron esfumarse sus expectativas de mejora como perceptores de un ingreso que hasta hace poco había obrado cambios prodigiosos. Esta frustración tiene que ver con la naturaleza de las instituciones que se fueron forjando en el país al calor de la explotación petrolera y su imbricación con el comportamiento político, económico y social de las élites que comandaron el desarrollo nacional. Las posibilidades que ofrecía el caudal de ingresos provenientes de la exportación de crudo fueron asentando prácticas populistas cada vez más acentuadas, alimentadas por la ilusión de poder acelerar las metas del desarrollo. Fue conformándose una cultura política fuertemente enraizada en el rentismo –el usufructo dispendioso por parte del estado de rentas internacionales captadas por la venta de crudo en mercados mundiales–, que alimentó el petropopulismo.
En retrospectiva, puede decirse que los venezolanos pudimos vivir un Cuento de Hadas de clase media durante varias décadas del siglo pasado, alimentado por servicios públicos que funcionaban, una infraestructura moderna, empleo y acceso a educación gratuita y de aceptable calidad hasta el nivel universitario, que permitieron una vigorosa movilidad social. Ingresar a la clase media y realizarse ahí en lo personal, con carro y apartamento propios, estabilidad, posibilidades de viaje y de graduarse –y/o que sus hijos lo hicieran–, se transformó en sueño compartido por muchos venezolanos. A pesar de las verrugas que subsistían en el sistema y que seguían interponiéndose a que estas condiciones fuesen efectivas para todos, no pocos lograron que se les cumpliera.
Pero estas condiciones también abrieron la puerta, luego de los ’70, para transformar ese sueño en congoja. Las expectativas creadas en torno al contrato social rentista se convirtieron en bumerang, activando resentimientos, frustraciones y odios incubados, una vez el deterioro de las condiciones económicas hizo imposible satisfacerlas. Pulsando estos resortes se encumbró a finales de siglo un liderazgo populista narcisista, extremadamente irresponsable, que enfatizó la culpabilidad de quienes habían fracasado como fórmula para su triunfo político, en vez de convocar al pueblo en procura de respuestas serias a los nuevos desafíos. El nuevo Cuenta de Hadas pregonado, bolivariano y patriotero, resultó aún más ajeno a las posibilidades del país que el anterior y degeneró rápidamente en pesadilla. Retrotrajo a Venezuela a las peores experiencias de su pasado, instaurando un militarismo corrupto que ha destruido a la nación. El nivel de criminalidad puesta de manifiesto por una nueva oligarquía que, desde el poder, ha erigido esta abominación como fundamento de su beneficio personal, no puede excusarse a cuenta de que las raíces de este populismo “revolucionario” malsano encontraron tierra fértil en las deficiencias de la democracia bipartidista. Quienes abonaron ese terreno y lo regaron para que brotara tan venenosa hierba se propusieron deliberadamente acabar con el régimen de libertades que había caracterizado, con sus aciertos y defectos, la vida de los venezolanos durante tantos años.
Venezuela habrá de despertar, más temprano que tarde, de la pesadilla militarista. Pero ya no será para dejarse llevar por un nuevo Cuento de Hadas, sino para encarar la dura realidad de un país destruido. Ya no será factible, y mucho menos aconsejable, poner todos sus huevos en una única cesta petrolera para asegurar el bienestar de su población. Esto significa desarrollar una economía competitiva, más allá del petróleo, capaz de generar empleo cada vez mejor remunerado, y de sostener una gestión pública comprometida con la superación de la abismal depresión en que nos sumieron las mafias que aun expolian a la nación. Si bien debemos aprovechar la renta petrolera que resulte de la recuperación de esta industria para encarar esos retos, la ventana de oportunidades que ello representa se nos ha ido cerrando por el compromiso mundial de ir acabando con su dependencia de combustibles fósiles.
La nueva Venezuela habrá de desenvolverse en un marco institucional radicalmente distinto al que dio credibilidad al Cuento de Hadas de clase media y, por supuesto, al de la pesadilla bolivariana. No hay otra forma de lograrlo que, promoviendo una ciudadanía protagónica, consciente de sus derechos, pero también de sus deberes, que desactive los resortes del nacionalismo patriotero, del militarismo y de los mitos comunistas con base en los cuales logró un caudillo decimonónico enseñorearse del país en pleno siglo XXI, alardeando ser hijo de Bolívar. La nueva institucionalidad tendrá que armarse construyendo ciudadanía –un reto crucial en lo que respecta a la cultura política del venezolano– y adecuando el marco normativo para garantizar un mayor equilibrio de poderes, con amplios resguardos en cuanto a la observación de los derechos humanos.
El legado de Emeterio Gómez vivirá en la fructificación de esa nueva Venezuela.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela, [email protected]