En Venezuela la auténtica noticia de primer plano en los diarios, si los hubiera, no sería el virus chino, sino el hambre. De la Covid-19 hemos estado a cierto resguardo, hasta la fecha, gracias a que el virus viaja por líneas aéreas internacionales, las cuales, en su mayoría, han eliminado a Venezuela de sus itinerarios. Pero nuestra inseguridad alimentaria no viaja, es sedentaria. Se domicilió aquí desde el inicio del proceso “revolucionario” de liquidación del bienestar y se expande indetenible a cada vez mayores capas de la población.
Según la Red Mundial Contra la Crisis Alimentaria, Venezuela es el cuarto país con inseguridad alimentaria aguda. Accedió al lamentable cuadro de honor del hambre universal, acompañando a Yemen, República Democrática del Congo, Sudán del Sur y Afganistán. Países en terribles conflictos armados. Reporta 9,3 millones de venezolanos que amanecen cada día sin certeza de poder alimentarse. Tal es la suerte de uno de cada tres de nosotros.
Con la sobrevenida dolarización de la economía –acogida alegremente por la dictadura- el precio de los alimentos inflado en bolívares incorpora a la marcha de la hambruna a todas aquellas familias que no disponen de ingresos o reservas en divisas. Estamos hablando de al menos ocho de cada diez familias para quienes hacer el mercado es hoy un acto de aflicción.
El cuadro de escasez e inflación alimentaria lo empeora la insólita carencia de combustible. Ante las desesperadas protestas por comida, la respuesta de la dictadura es, con el libreto acostumbrado: represión brutal y culpar e intervenir a los productores de alimentos.
Diezmaron la capacidad interna para producir alimentos, destruyeron las empresas estatales que generaban las divisas para importarlos, no tienen recursos financieros ni crédito internacional, están aislados mundialmente, sin capacidad para contener la inflación ni el alza del tipo de cambio. ¿La salida? Del modo que sea necesario: Un Gobierno de Emergencia Nacional.