Un abuelo le limpia a su nieto, tras quitarle la mascarilla, los restos del “cornetto” que se acaba de comer. Una escena que no tendría nada de especial un día cualquiera, pero que hoy simboliza en Italia la vuelta a una relativa normalidad tras casi dos meses de confinamiento.
El parque de Villa Borghese, pulmón verde romano y el lugar favorito para pasear de sus habitantes, reabre este primer día de “fase 2” con la hierba descuidada y con un enjambre de niños, patinetes, bicicletas y corredores, aliviados de poder salir al tan ansiado aire libre en un día casi veraniego.
“Estoy muy feliz”, dice muy tímida Ludovica, de seis años, que hoy ha podido correr con su patinete y ver a su abuelo después de siete semanas.
Su madre, Eleonora, constata que el parque no está tan lleno como esperaba y que la gente respeta las distancias. La mayoría de los paseantes y ciclistas hacen uso de las recomendadas mascarillas, no así los niños más pequeños y los “runners”.
Las nuevas ordenanzas no permiten sentarse en la hierba o hacer picnic, reglas que algunos pocos grupos de jóvenes o de padres desafían. Una patrulla de policía que recorre el parque observa estas escenas sin intervenir.
Algunos niños están agotados después de tanto correr y de jugar. Ettore ha tenido que volver a ir en su carrito después de una mañana llena de carreras, cuentan su madre y su abuelo, también visiblemente cansados.
“Mi hijo llevaba semanas preguntando cuándo podrá ir al parque, cuándo podrá ver a sus amigos, a su tía. Creo que el Gobierno no ha pensado en los niños”, asegura Giacomo, padre de un niño de ocho años que corretea eufórico, ajeno a las órdenes de su madre, que le persigue para ponerle crema solar.
Hoy el hijo de Giacomo ha podido ver a su tía, después de que las autoridades italianas permitieran las visitas a familiares. Son muchos los abuelos que pasean hoy a sus nietos por los parques, ya que miles de padres se reincorporan este lunes a sus puestos de trabajo.
La vuelta a la actividad se hace evidente en el ruido del caótico tráfico, que vuelve a ocupar su espacio en una Roma poco habituada al silencio. La popular vía Merulana, arteria comercial del barrio de Esquilino, es un hervidero de gente que acude a por cafés o helados para llevar, otra actividad que se retoma hoy.
En cambio, otras calles céntricas, como las que rodean la Fontana de Trevi o el Panteón, están prácticamente vacías. El centro histórico de la ciudad, tomado por el turismo desde hace años, muestra con toda su crudeza la falta de vecinos en una Roma sin visitantes.
Algunos restaurantes han abierto para repartir comida a domicilio, aunque muchos no ven rentable reabrir en estas condiciones. Carlo, propietario de un bar del Esquilino, sirve los cafés en una barra en el exterior.
Sabe que no está permitido servir a los clientes si no es para llevar, pero los carabineros que pasan por delante del bar no actúan para impedirlo. Preguntado por cómo le han afectado estas semanas de cierre, se encoge de hombros y, con sorna, asegura que así ha podido “descansar”.
El suyo es uno de los afortunados negocios que ha podido reabrir. Decenas de empresas de hostelería y de otros ámbitos han bajado la persiana para no subirla más. Más de 50 días de cierre han supuesto un punto y final para muchas de ellas.
En uno de los atestados buses romanos hoy hay apenas ocho personas, prácticamente todas las que pueden estar sentadas con las nuevas normas. Aquí el calor y la falta de aire acondicionado hace que llevar mascarilla sea asfixiante, pero todo el mundo cumple con la obligación.
Mientras, en las pocas zonas verdes abiertas hoy -Roma solo ha abierto dos grandes parques, el resto lo harán progresivamente- el ambiente es de fiesta y de libertad. Esa es la palabra que define el día de hoy, para Giacomo. Se siente “liberado”, pero no tanto como su hijo, que rueda feliz por la hierba sin podar.
EFE