La primera vez que escuché a Les Luthiers fue una hermosa cantata dedicada al laxante. Se titulaba Laxatón. Era deliciosa. La risa surgía de la incongruencia entre aquellos jóvenes -estábamos en 1972- vestidos de frac, a los que no se les movía un músculo de la cara, pero hablaban del movimiento de los intestinos, en medio de una pieza musical rigurosamente articulada. Me parecieron geniales.
Era el calvo del grupo y tenía una gracia natural inusual. Marcos Mundstock ha muerto, hace unos días, a los 77 años. Fue fundador de Les Luthiers, un septeto, que se convirtió en sexteto y luego se transformó en quinteto. Se trata de un excelente grupo argentino de cómicos-músicos, o al revés, creado en 1967 por Gerardo Masana, muerto prematuramente en 1973.
Se les llama luthiers a los fabricantes de instrumentos musicales, de manera que el nombre, en francés, reflejaba una de las más creativas facetas del ensemble: podían hacer música interesante casi con cualquier cosa que se pudiera soplar, rasgar , o percutir. Inventaban los instrumentos. Como Leonardo da Vinci, quien fabricó un órgano de papel que sonaba razonablemente.
Cuando era niño, en Cuba, vi, me reí y disfrutaba de Gaby, Fofó y Miliki, unos payasos españoles que tocaban varios instrumentos. Fue tal la acogida del grupo que los payasos decidieron arraigar en la Isla. Pero, cuando ya estaban consolidados, “en eso llegó el Comandante y mandó parar la diversión”. Los payasos y sus familias también se largaron de Cuba, entre los millares de compatriotas que huían despavoridos, no sin antes ver censurada una inocente canción que solían entonar: El ratoncito Miguel. ¿Por qué? Por una estrofa que decía: “la cosa está/ que horripila y mete miedo de verdad”.
Pero ahí no terminaba la canción. A la Seguridad del Estado le parecía que incitaba al magnicidio, aunque hubiese sido escrita por Félix B. Caignet (El derecho de nacer) mucho antes de la aparición de Fidel Castro en la historia del país. Así finalizaba: “Usted verá/ como de hambre un ratón se morirá, /no hay queso ya, / y mucho menos una lasca de jamón, / vamos a ver/ quién va a arrancarle a Misifú el corazón”. Misifú era el gato. Resultaba intolerable para el G-2.
Me volví a encontrar a Gaby, Fofó y Miliki en Puerto Rico. Le tocó a mi hija Gina disfrutar de ellos. En 1970 me fui a España con mi familia. Y allí estaban los “payasos de la tele”, como eran conocidos, haciendo de las suyas, tan divertidos y talentosos como siempre. Entonces la familia había crecido y le alegraron el corazón a mi hijo Carlos. Era como si el acordeón que tocaban se hubiera convertido en la divertida banda sonora de nuestras vidas.
Los Luthiers son payasos que no visten de payasos ni se colocan la nariz roja. Hacen un humor inteligente, a veces absurdo, a base de equívocos, retruécanos y autodegradación. El público adora la autodegradación. Si hay algo insufrible es la petulancia. Pero son payasos que desempeñan roles. Marcos Mundstock era el “Cariblanca”, el clown perfecto. Era elegante, decía cosas más o menos sensatas con su bien impostada voz de barítono, y le daba pie a Daniel Rabinovich –otro de los fundadores- para que pudiera fungir de payaso “Augusto”. Rabinovich murió en el 2015. Tuvo una creatividad asombrosa.
Fue afortunado para la imagen del país que Les Luthiers hayan vivido y triunfado en los años setenta y ochenta del siglo pasado, cuando Argentina obtuvo la democracia, la volvió a perder y la recobró nuevamente, tal vez como consecuencia inesperada de la derrota de la Guerra de las Malvinas. Argentina era mucho más que los matarifes y brujos que ocuparon el poder, y era considerablemente mejor que los sacatripas de la izquierda que se le oponían. Argentina era Borges y Favaloro, era Sábato y Aguinis, era Piazzolla y Ginastera. Era, también, Les Luthiers. Adiós, maestro Mundstock. El mejor homenaje que puede hacerle el grupo es continuar haciendo reír a todos