Para el 8 de mayo de 1945, el Ejército Rojo ya controlaba a la mitad de Europa, desde los países del Báltico en el norte, pasando por Polonia, Hungría y Rumania en el sur. Después de expulsar a las tropas alemanas de estos territorios, su vanguardia había penetrado en el Tercer Reich, capturado Berlín y Viena, y se había encontrado con los aliados angloestadounidenses en el río Elba.
La fuerza expedicionaria aliada comandada por Dwight Eisenhower, en cambio, ya había expulsado a los nazis de Francia, Holanda y Bélgica y de casi toda Italia, y sus unidades de avanzada habían tomado el sur de Alemania, incluyendo Múnich y gran parte del norte.
Adolf Hitler, el dictador que había arrastrado al mundo al abismo con la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, se había suicidado una semana antes, el 30 de abril, acorralado en su búnker en Berlín, poco antes de que los soviéticos capturaran la capital del Reich de los 1000 años.
Durante casi seis años los habitantes de Europa, Asia Menor y el Norte de África vivieron entre toques de queda y la constante presencia de militares en las calles; navegando el racionamiento de alimentos, siempre coqueteando con la hambruna; sufriendo estrictos controles de movimiento y de expresión; y, claro, bajo la amenaza constante de morir bajo un bombardeo aéreo o en medio de un apocalíptico combate entre tanques en las calles de sus mismos pueblos y ciudades.
Desde la invasión de Polonia hasta la rendición incondicional que puso fin al conflicto el 9 de mayo de 1945, Europa se asomó al abismo y casi arrastra a todo mundo a la hecatombe.
En el Pacífico, desde Manchuria, en el norte de China, hasta Australia, el estado de guerra, esta pandemia de plomo que envolvió al mundo duró incluso algunos meses más hasta la rendición total del Imperio de Japón el 2 de septiembre de 1945, acelerada por los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki y por las inminentes invasiones estadounidenses y soviéticas de las islas japonesas.
Pero aunque el 30 de abril de 1945 Hitler estuviera muerto y Berlín fuera ocupada por el Ejército Rojo el 2 de mayo, a la Segunda Guerra Mundial en Europa aún le quedaría una semana de vida en la que lo que restaba de la Alemania nazi se reorganizó, designó a un sucesor para el Führer y comenzó las negociaciones formales para la rendición incondicional, en lo que llegaría a verse como una coda casi en tono de comedia a la destrucción de los años anteriores.
El hombre que ocupó el puesto de Hitler no fue un nazi veterano del Putsch de Múnich de 1923 ni un fanático arribista. El cargo recayó, en cambio, en el almirante Karl Dönitz, mientras que Lutz Graf Schwerin von Krosigk fue el encargado de formar un Gobierno, a la manera de un primer ministro.
El ascenso inesperado
Dönitz, nacido en 1891, era una figura conocida para los líderes aliados, ya que durante los últimos años de la guerra fue el comandante en jefe de la Marina de Guerra Alemana, la Kriegsmarine, y un férreo impulsor de la fuerza submarina, el azote del Reino Unido durante el conflicto. Mientras que Von Krosigk, un colaborador temprano y cercano del nazismo, aunque de bajo perfil, se había desempeñado como ministro de Finanzas del Reich.
Pero ambos eran completamente desconocidos para el gran público, alejados de las primeras planas y de la puja política. Y ninguno estaba entre los sucesores esperables para el dictador.
¿Cómo llegó Dönitz, un veterano submarinista de la Primera Guerra Mundial y militar de carrera al mando de la Marina, la fuerza más reacia a la expansión de la influencia nazi, a convertirse en el nuevo, aunque fugaz, Führer?
Durante la mayor parte de la guerra, el sucesor natural y por decreto de Hitler fue Hermann Göring, un nazi de la primera hora que acompañaba al dictador austríaco desde los primeros días del movimiento en Múnich y que durante el conflicto comandó a la Fuerza Aérea, la Luftwaffe, la más cercana a los ideales políticos del dictador.
Por supuesto, otros jerarcas nazis disputaban su poder y ansiaban también la sucesión. El ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, cercano a Hitler hasta el final, fue un gran contendiente, aunque su falta de experiencia militar y carisma le jugaron en contra. Finalmente, Goebbels se suicidaría el 2 de mayo (junto con su esposa y matando a sus seis hijos en el proceso), siguiendo los pasos del líder y dejando en claro que no tenía chances reales.
Heinrich Himmler, el comandante de las temidas Schutzstaffel (SS), organización paramilitar que se convertiría en el brazo armado del nazismo y principal ejecutora del Holocausto, fue el otro gran candidato para la sucesión.
De hecho, Hitler se contentó en numerosas ocasiones con mantener a Göring y Himmler cerca de él, pero al mismo tiempo enfrentados para fomentar su competencia.
Pero esta extrema competencia, y las conductas cada vez más erráticas del Führer sobre el final de la guerra, finalmente dinamitaron sus carreras.
Göring fue el primero en caer. Luego de que Hitler anunciara sus intenciones de permanecer en Berlín, rechazando la evacuación, y pelear hasta la muerte, a pesar de que la caída de la capital ante el avance soviético era inminente, el comandante de la Luftwaffe interpretó que había llegado el momento de la sucesión y le envió un telegrama el 22 de abril de 1945 solicitando permiso para asumir el control de Alemania. En efecto, le había pedido al genocida su renuncia al poder.
Hitler lo tomó como un acto de traición, le quitó a Göring todos sus cargos y ordenó su arresto, que el comandante de la Luftwaffe logró evadir entregándose luego a las tropas estadounidenses.
Himmler se convirtió en el sucesor natural, pero la responsabilidad duró poco. El comandante de las SS decidió entablar contactos secretos con las fuerzas británicas y estadounidenses, en calidad de futuro líder de Alemania. Como otros nazis nublados por la ideología, Himmler ponía las esperanzas para la salvación del régimen en poder convencer a Estados Unidos y al Reino Unido de frenar los combates, unirse al ejército alemán y marchar juntos a enfrentarse al verdadero enemigo común: el comunismo soviético.
Pero esto resultó ser un delirio más de los acostumbrados a Himmler, cultor del neopaganismo. El comando supremo aliado estaba comprometido en su alianza con la URSS y la necesidad de lograr una rendición total de Alemania, aún cuando muchos, con la victoria a la vista, ya se preparaban para la confrontación entre Oeste y Este que sería luego llamada Guerra Fría. Los británicos y estadounidenses rechazaron los intentos del jefe de las SS y la BBC publicó sus comunicados secretos.
Hitler se enfureció y ordenó también su arresto, pero el elusivo nazi se escondería hasta el final de la guerra. Himmler acabaría suicidándose poco después de ser capturado por las tropas británicas.
En palabras de la historiadora suizoalemana Marlis Steinert, experta en la historia del Nacionalsocialismo, “el Führer mismo fue el responsable de demoler su propio sistema dictatorial”. “Lo que quedó se parecía a un régimen autoritario salido de los últimos años de la República de Weimar, excepto que había un solo partido”, explicó la investigadora del Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra en su artículo “La decisión aliada de arrestar al Gobierno de Dönitz”.
Viendo traidores en todos los rincones del reich, y con las bombas soviéticas sacudiendo a diario su búnker berlinés, Hitler decidió buscar a un sucesor lejos del partido nazi y el alto mando de las fuerzas alemanas (Oberkommando der Wehrmacht), a los que acusaba de haberlo abandonado.
Dönitz, el eficaz almirante de carrera, que mostraba distancia con la política pero se mantenía leal al nazismo y al Führer, especialmente tras el intento de asesinato de Hitler el 20 de julio de 1944, se convirtió en la elección más segura a los ojos del dictador.
El 30 de abril, antes de tomar su Walther PPK para dispararse en la cabeza, Hitler lo nombró presidente del Reich y comandante de las Fuerzas Armadas, es decir el nuevo Führer, y le encargó el gabinete de gobierno a Goebbels. En vida el dictador había ocupado ambos cargos, pero por alguna razón insistió en retornar a las formas del sistema parlamentario de la República de Weimar, que en 1933 había desmantelado, y dividió el poder entre un jefe de Estado y un jefe de Gobierno.
Al día siguiente, Dönitz se enteró de la noticia y tomó el cargo, pero el suicidio de Goebbels dejó la jefatura de gobierno vacante, que el almirante ofreció a von Krosigk.
El Gobierno de Flensburg
La nueva administración fijó su sede en Flensburg, una ciudad en el extremo norte de Alemania, cerca de las principales bases de la Marina, que aún no había sido capturada por los aliados ni por los soviéticos, y donde Dönitz creyó que su gabinete estaría seguro.
Contrario a lo que podría suponerse, considerando la urgencia de la situación, el gobierno de Flensburg, como se lo llegó a conocer, no se apresuró a solicitar la rendición apenas conformado. Por el contrario, Dönitz se tomó el trabajo de elegir y nombrar a todos sus nuevos ministros, incluyendo carteras tan poco esenciales para el esfuerzo bélico como Agricultura y Servicios Postales.
Con reuniones diarias de gabinete y una escolta armada que le seguía, Dönitz se tomó el cargo muy en serio e intentó convencer a los aliados de que un gobierno alemán tecnocrático (aunque algunos generales lo llamaban “Klein-Hitler”, o pequeño Hitler) era necesario para transitar la posguerra.
También se conformó un nuevo Alto Mando para las Fuerzas Armadas con el de intentar organizar a las fuerzas restantes y coordinar una defensa coherente. Es decir, continuar la guerra.
Dönitz también intentó negociar una paz separada entre las potencias aliadas en Occidente y mantener la guerra contra los soviéticos, quizás dentro de una nueva alianza con Londres y Washington, como había pretendido Himmler. Cuando esto se hizo imposible, adoptó la estrategia de ganar tiempo para permitir que la mayor cantidad de civiles y soldados pudieran ser evacuados de los territorios que quedarían bajo ocupación soviética hasta aquellos que estarían, o ya estaban, bajo control del Reino Unido, Francia y Estados Unidos.
A finales de 1944, los alemanes habían capturado durante la Ofensiva de las Ardenas los planes detallados sobre la partición de su propio país pretendida por los aliados en la posguerra, por lo que lo movimientos hacia el oeste ya estaban en marcha.
La necesidad de la evacuación no se basaba sólo en consideraciones ideológicas, es decir en el rechazo total al comunismo soviético y la identificación con ciertos valores de Europa Occidental. Los líderes nazis sabían que los soviéticos, y en especial rusos, bielorrusos y ucranianos, buscarían venganza por las numerosas atrocidades que las tropas alemanes habían cometido durante su invasión de la URSS en 1941, y que esa venganza sería sufrida principalmente por lo civiles.
Así, Dönitz reforzó la Operación Hannibal, la evacuación de civiles y soldados a través del Mar Báltico que estaba en marcha desde enero, y el 3 de mayo envió una delegación a reunirse con los aliados occidentales en Lüneburg, recién capturada por los británicos. Les ofreció la rendición parcial (excluyendo a la URSS), y ésta fue rechazada.
Ese mismo día, sin embargo, las tropas alemanas que aún resistían en Italia se rindieron por su cuenta, y lo mismo hicieron las unidades en Bavaria el 4 de mayo. La rendiciones fueron aceptadas porque se trataba de unidades militares, no del gobierno.
Envalentonado, el gobierno de Flensburg solicitó una segunda reunión con el Comando Central de la Fuerza Expedicionaria Aliada (SHAEF), que tenía su cuartel general en Reims, Francia.
Dönitz envió al almirante Hans-Georg von Friedeburg, nuevo jefe de la Marina, y al general Alfred Jodl a negociar, nuevamente, una rendición parcial que excluyera a la URSS. A esta altura ya no había esperanzas entre los nazis de obtener estos términos, pero la nueva orden era dilatar los diálogos todo lo posible para permitir que la Operación Hannibal fuera completada.
Pero Eisenhower, el comandante supremo de la SHAEF, no sólo rechazó esta iniciativa, también amenazó con impedir el ingreso adicional de civiles y soldados a la zona controlada por los aliados occidentales, el objetivo de Hannibal, si no se aceptaba la rendición total e incondicional, un compromiso que los líderes del Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética habían acordado en la conferencia de Yalta.
Finalmente, la rendición
Dönitz finalmente comprendió que la situación había llegado a su final, y el 7 de mayo ordenó a Jodl la firma del documento de rendición total de Alemania en todos los frentes, como pretendían los aliados y la URSS. Entraría en vigor el 8 de mayo, pero los soviéticos consideraron a la firma nula, por ocurrir sin su presencia y sólo ante el comando de la SHAEF en Reims, y exigieron firmar un documento similar el 8 de mayo en Karlshorst, Berlín. Allí el encargado de rubricar el instrumento fue el general Wilhelm Keitel, del lado alemán, y el mariscal Gyorgy Zhukov, del bando soviético.
Finalmente el 9 de mayo, con ambos documentos firmados, Dönitz dio la orden de rendición a todas las fuerzas alemanas.
Los días siguientes fueron de enorme caos y de crecientes divisiones entre los aliados victoriosos. El almirante había logrado proyectar una imagen de gobierno sólido, el único capaz de mantener la disciplina de las tropas desmovilizadas y proveer alimentos y carbón a la población civil que empezaba a brotar de las ruinas de las ciudades.
Hasta el mismo primer ministro británico, Winston Churchill, apoyaba esta idea, temeroso de que la hambruna provocara agitación y violencia en el país derrotado, y confiando en la voluntad afirmada por Dönitz de ejecutar a rajatabla todas las disposiciones de las potencias victoriosas para con Alemania.
Pero muchos en su gobierno estaban más preocupados por los efectos políticos de dar apoyo a un gobierno de jerarcas nazis, aunque no fueran los más importantes del régimen, y había una serie de acusaciones por crímenes de guerra que pronto caerían sobre Dönitz.
Para los soviéticos, la popularidad que había logrado el almirante en Occidente era incomprensible y desde el inicio del proceso manifestaron su negativa a aceptar la legitimidad de cualquier gobierno surgido del nazismo. Incluso insistieron en que la firma de la rendición debía hacerse con el Alto Mando Militar alemán, y no con un gobierno designado por Hitler. La rúbrica de Dönitz no podía figurar en los instrumentos, y así fue.
Había otras razones. Poco después de la derrota alemana Moscú organizó la llegada a su zona de ocupación en Alemania de Wilhelm Pieck y Walter Ulbricht, alemanes comunistas que habían pasado la Segunda Guerra Mundial exiliados en la URSS y que tendrían la misión de conformar un nuevo gobierno de inspiración soviética en el país, lo que llegaría a ser la República Democrática.
Estados Unidos, por su parte, intentó mantener el equilibrio entre las dos posturas y priorizar la salud de la alianza con los soviéticos. Luego de que una comisión de asesores políticos enviados a Flensburg concluyera que el gobierno de Dönitz no ofrecía ninguna ventaja real y aparentaba más de lo que era, Eisenhower acordó con el Mariscal Georgy Zhukov URSS que éste sería disuelto.
Y así, aunque el gobierno de Flensburg continuó operativo, administrando la rendición y los asuntos del país durante 23 días, el 23 de mayo las fuerzas británicas arrestaron a sus miembros.
Dönitz permaneció como prisionero de guerra hasta el inicio de su proceso durante los juicios de Núremberg, cuando los jerarcas nazis fueron finalmente juzgados por sus atrocidades.
El almirante, sin embargo, no fue acusado de participar del Holocausto ni de la matanza indiscriminada de civiles durante el conflicto. Pero sí fue procesado por violaciones al Derecho Internacional Humanitario, es decir crímenes de guerra, por ordenar el desarrollo de acciones submarinas irrestrictas (durante la cual muchos buques de carga desarmados o pertenecientes a países neutrales fueron hundidos sin previo aviso).
También fue acusado de beneficiarse del trabajo esclavo de 12.000 prisioneros de guerra destinados en astilleros alemanes, y de la “Orden Laconia”, por la cual instruía a los buques alemanes a no rescatar a los tripulantes sobrevivientes del hundimiento de una nave enemiga, debido a la amenaza de ser ellos mismo blancos de ataques. Por todo esto Dönitz fue condenado a 10 años de prisión, una de las sentencias más polémicas de Núremberg, y liberado en 1956.
Estimar las muertes producidas por la Segunda Guerra Mundial, un conflicto cuyas consecuencias en todos los órdenes seguimos sintiendo en la actualidad, sigue siendo una cuestión difícil y controversial. Las proyecciones de los años de posguerra se ubican entre 50 y 60 millones de personas, en su mayoría civiles. Aunque en la actualidad se cree que el número podría estar más cerca de los 80 millones, si se contabilizan muertes provocadas por las hambrunas y enfermedades que provocó el conflicto.
Entre estos figuran cerca de seis millones de judíos y cinco millones de miembros de otras minorías asesinados por los nazis en una compleja red de guetos, campos de concentración y campos de exterminio, parte de la Solución Final que habían planeado los nazis en sus vorágine asesina.
A continuación, el instrumento de rendición firmado por la Alemania nazi el 7 de mayo en Reims y el 8 de mayo en Berlín:
ACTA DE RENDICIÓN MILITAR
1. Nosotros los que firmamos, actuando con autorización del Alto Mando Alemán, por este documento rendimos incondicionalmente todas las fuerzas de tierra, mar y aire al Comandante Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas y simultáneamente al Alto Mando Soviético que en esta fecha están bajo control alemán.
2. El Alto Mando Alemán inmediatamente ordenará el cese operaciones activas a las 23:01 Hora Europea Central del 8 de Mayo a todas las autoridades militares, navales y aéreas y a permanecer en las posiciones ocupadas en ese momento. Ningún avión ni barco deberán ser barrenados, ni cualquier daño hecho a su casco, maquinaria o equipo. [El texto firmado en Berlín incluye todo tipo de armamento]
3. El Alto Mando Alemán inmediatamente transmitirá las órdenes a los comandantes correspondientes, y se asegurará que se cumplan las órdenes posteriores dictadas por el Comandante Supremo, Fuerza Expedicionaria Aliada y por el Alto Mando Soviético.
4. Este instrumento de rendición se hace sin prejuicio de otro, y será reemplazado por cualquier otro instrumento de rendición impuesto por, o a nombre de, las Naciones Unidas y aplicables a Alemania y a las fuerzas armadas alemanas en su conjunto.
5. En el caso de que el Alto Mando Alemán o cualquiera de sus fuerzas bajo su control fallaran en actuar de acuerdo con esta Acta de Rendición, el Comandante Supremo, las Fuerzas Expedicionarias Aliadas y el Alto Mando Soviético tomaran acciones punitivas o cualquier acción que consideren apropiadas.
[El texto firmado en Berlín aclara que las versiones del instrumento en inglés y ruso son oficiales, no así la traducción al alemán]
Firmado en Reims el 7 de mayo de 1945
Alfred Jodl, en nombre del Alto Mando Alemán
En presencia de:
Walter Bedell Smith, en nombre del Supremo Comandante de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas
Ivan Susloparov, en nombre del Alto Mando Soviético,
Testigo:
François Sevez, en nombre del Ejército Francés
Firmado en Berlín el 8 de mayo de 1945
Wilhelm Keitel, Hans-Jürgen Stumpff yHans-Georg von Friedeburg, en nombre del Alto Mando Alemán
En presencia de:
Arthur William Tedder, en nombre del Supremo Comandante de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas
Gyorgy Zhukov, en nombre del Alto Mando Soviético
Testigos:
Carl Spaatz, en nombre de la Fuerza Aérea de Estados Unidos
Jean de Lattre de Tassigny, en nombre del Ejército Francés