Visitar la selva guayanesa era uno de sus mayores sueños y se hizo realidad el 7 de febrero de 1956. Inspirado por la novela Canaima -escrita por Rómulo Gallegos- Rafael Mendoza Olavarría acepta la invitación “por una semana” de su amigo, el general Rafael Alfonzo Ravard, para ver si se interesaba en participar en el proyecto que apenas iniciaba en la región: la construcción del Complejo Hidroeléctrico Macagua I.
Por Germán Dam V / correodelcaroni.com
La majestuosidad del salto Macagua, sobre el cual yace la actual represa, cautiva inmediatamente al joven trabajador de la División de Geodesia de Cartografía Nacional. Su espíritu aventurero lo lleva a internarse en el espeso bosque que bordea al río Caroní durante mes y medio. Encuentra el salto La Llovizna, y crear un acceso al público se convierte en un plan personal que recibe el apoyo del propio Ravard.
“Me puse a hacer la trocha principal y la marcaba con papeles para poder salirme después. Para marcar el camino iba clavando estacas de madera. Al salto tenía que llegarle de nalgas, porque esto era puro chirimitales, puras espinas. Aun así, valía le pena el esfuerzo para poder admirar esa obra que Dios nos puso en frente”, recuerda Mendoza mientras sus ojos azules se iluminan al revivir el pasado.
Primeros caminos
La ruta al salto ya estaba delimitada y sólo faltaba usar maquinaria pesada para hacerla accesible a visitantes. La oportunidad llegó de la mano del ingeniero José Antonio Gómez Baldó, encargado de la movilización del material para la construcción de la presa. Se necesitaba hacer el simulacro de voladura y Mendoza fue consultado para la ubicación del sitio. Su viveza permitió delimitar la principal vía de acceso del parque.
“Le dije metámonos por aquí… ahora por acá… sigamos hacia aquel lado… por aquí es la cuestión y así llegamos hasta el salto La Llovizna. No pagamos ni medio para esa ruta y jodí a Antonio, mi gran amigo (risas) sin él saberlo hicimos la ruta al salto (risas)”. Ese momento ocurrió hace más de 50 años y este amante de la naturaleza lo revive como si hubiera ocurrido hace dos días.
Con el pasar de los meses, Mendoza fue “creando” nuevos caminos dentro del bello parque y para esta titánica labor empleaba métodos algo rudimentarios: cortaba un árbol, lo amarraba con mecates y cruzaba al otro lado mientras cortaba las ramas. Así lo reseña su hermano, Leopoldo Mendoza, en la tesis de grado El conquistador de La Llovizna (semblanza de Rafael Mendoza), realizada por Yeisy Castillo.
Las caminerías que se conocen hoy en día fueron levantadas a mano y con piedras resultantes de la voladura de Macagua. “Todo el que quería participaba. Fue un trabajo de hormiguitas. Todo era cargado por nosotros mismos. Todos corregíamos y todos opinábamos para que no se notara la intervención humana en este hermoso lugar. Eso fue lo que hicimos, intervenir, nosotros no creamos nada”, asegura Mendoza.
En la década de los años 60 el parque ya contaba con rutas, miradores y dos grandes puentes que permitían al visitante internarse de manera segura dentro de la espesa vegetación. Uno de esos puentes, el más cercano a La Llovizna y en el cual los visitantes eran bañados por el rocío del salto, estaba a unos 10 metros de altura del río y facilitaba el paso de los visitantes sobre los rápidos del Caroní.
Tragedia de La Llovizna
El 23 de agosto de 1964 ocurrió una serie de eventos que desencadenaron una tragedia que manchó la historia de este pedazo de la naturaleza. Se celebraba la XIX Convención de Maestros y asistieron educadores de toda Venezuela a Ciudad Guayana. Después de una visita guiada a las instalaciones de Sidor, los invitados conocieron La Llovizna, aunque el paseo no fue notificado a tiempo a quienes servirían de guías.
“A mí me llamó Ravard desde Caracas y me dijo que me encargara de los docentes. Yo le pregunté que cuáles maestros y entonces me dijo: ‘¡Los de la convención, chico! Están llegando al salto’. Entonces me fui para allá junto a Luis Beltrán Prieto Figueroa, presidente del Congreso de la República y con la profesora Mercedes Fermín. Cuando llegamos al salto, estaban brincando sobre el puente”, relata Mendoza con tristeza.
Lo que ocurrió luego se conoce como la tragedia de La Llovizna: el peso de los más de 30 profesores hizo que el puente cediera y todos cayeron al río. Pocos pudieron sobrevivir y las labores de rescate se extendieron por varios días hasta sacar todos los cuerpos del Caroní. Las investigaciones hechas por la Policía Técnica Judicial (PTJ) concluyeron que el parque fue responsable de la desgracia, lo que llevó a su cierre por dos años.
Para 1966, después de interminables viajes, conversaciones y “pelear con medio mundo”, Mendoza logró que La Llovizna reabriera sus puertas al público. No dejaría que su esfuerzo se empañase por un hecho que no fue responsabilidad del parque, “sino resultado de lo emocionante del momento de encontrarse con el salto”. La solución no era cerrarlo, sino hacer cambios que ayudaran a la seguridad del visitante.
Para mediados de los años 80 se construyó el Teatro de Piedra y el cafetín. En El conquistador de La Llovizna (semblanza de Rafael Mendoza) se destaca la colaboración de los arquitectos Esther Fontana de Añez, Lissette Ávila de Delgado y Jesús Tenreiro, quienes asesorados por Mendoza lograron “que la edificación (teatro) pareciera estar incrustada dentro de la montaña, amalgamándose en la sinuosidad del terreno”.
Desde ese entonces, el parque La Llovizna, espacio de 200 hectáreas que reúne islas, lagos, ríos y saltos, así como fauna y flora de todo el estado Bolívar y de otras regiones venezolanas, ha sido un espacio natural en el que nativos y visitantes no dejan de extasiarse. Esta creación de Dios, levemente alterada por el hombre, es sinónimo de la historia, auge y desarrollo de la Ciudad Guayana de hoy en día.