¿Cómo se debe sentir un país enajenado, confinado a ser espacio para el saqueo y la brutal corrupción? ¿Cómo se debe sentir una sociedad anulada, devastada por sus dirigentes, asediada por la ruina, que anticipa por todos los confines un colapso que ya llegó, pero que nos negamos a reconocer? ¿Cómo se va a sentir un país que todos los días comprueba que las promesas no se honran, que los compromisos no se cumplen, que cualquier curso estratégico es subastado al mejor postor?
Hay muchas razones para rechazar lo que está ocurriendo. Pero eso no es suficiente. Hay que buscar las causas y reconocer que tenemos cierta capacidad de dominio para intentar el cambio, sí y solo sí a nosotros nos parece que hay un problema social que debe resolverse. No es poca cosa, porque sin esa predisposición a intentar el cambio, podría ocurrir una adaptación a una situación incómoda que favorezca a las estructuras de dominación y se ceben en la integridad del ciudadano. Dicho de forma más precisa: Sólo tendremos un problema para resolver si antes declaramos que una determinada situación tiene que ser superada. ¿Qué es lo que hay que superar?
La pregunta no es de fácil respuesta porque nos coloca en la necesidad de discriminar los síntomas de sus causas (otra vez esa palabra, ese llamado de atención a ser radicales). ¿Qué es lo que debemos resolver para que la situación cambie, no solamente de apariencia, sino en su esencia? Porque la realidad indica que la gente frente a los problemas tiene un dossier de respuestas adaptativas. Uno vanamente puede creer que la sociedad es un rompehielos dispuesto para quebrar cualquiera que sea la resistencia, pero no siempre es así. Frente a una dificultad cada uno lo encara poniendo en juego su capacidad de análisis, su fortaleza para mantener el curso de acción que permite la solución, y todo el coraje que necesita para resistir los embates. Como esa mezcla nunca es perfecta, algunos se la juegan todo para para resolverlo, pero como no somos infalibles, a veces lo exacerban, otras tantas se rinden frente al trance, o tratan de olvidarlo, mientras que otros, ya sabemos, deciden doblarse para no partirse.
La diversidad de afrontamientos personales frente a una misma situación obliga a los líderes a intentar una narrativa social que homogeneice la diversidad de interpretaciones y encaramientos con el fin de lograr la fuerza suficiente para encarar y resolver la dificultad. Para los que quieren una versión preliminar de lo que significa “fuerza”, aquí la tienen: Es la capacidad que se despliega para que muchos tengan la disposición de asumir como propia una versión unívoca de una situación social que s propuesta por el líder. Que todos la vean de la misma forma. Que todos la llamen de la misma manera. Pero sigamos. Es también la capacidad que algunas veces tienen los dirigentes para alterar la percepción y evaluación que sobre la realidad tiene la gente.
Pero encarnar una opción de fuerza tienen como requisitos la diferenciación y el contraste. ¿Qué significa asumir un proceso de diferenciación? Significa tener la capacidad para demostrar que hay diferencias, que se encarnan y se asumen sistemas de valores, intenciones, capacidades y metas que son distintas a la de los otros cuando se plantean resolver un problema o allanar una situación. Eres distinto cuando te perciben diferente, hasta el punto de que, cuando te comparan con los otros, tienen que asumir que hay discrepancias insalvables, oposiciones cruciales, puntos de vista estratégicos irreconciliables, y, por lo tanto, es imposible no tener la necesidad de optar por uno u otro. No hay puntos medios.
Por eso la ruptura es necesaria, porque en este momento de la política, los más peligrosos son los indefinidos. Aquellos que creen que pueden surfear sobre las olas sin caerse, incluso, manteniendo la estética del hombre erguido y musculoso, pero que a la hora de la verdad,no pasan de ser versiones alucinantes de la mentira y la mediocridad. En este momento “o eres chica, o limonada”, y asumes el riesgo. Porque los agazapados, los que creen que pueden pescar en río revuelto, los imprecisos, creen que son lo que no son, y creen ver lo que no ven. Tal y como lo sentencia el ángel apocalíptico a la iglesia de Laodicea: “Conozco tus obras, que no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero como eres tibio, ni frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca. Dices que eres rico, que tienes abundancia, que no te falta nada; y no te das cuenta de que eres desgraciado, miserable y pobre, ciego y desnudo”. (Ap. 3,15-16) ¡El ángel lo dijo todo!
Para hacer ruptura nos encontramos con una primera gran dificultad: la cultura rentística-familística-clientelar-particularista que define a los venezolanos. Con la costra nostra nadie quiere romper. Nadie quiere sacrificar un esquema de relaciones en el que obtiene reconocimiento y prebendas, y fuera del cual nada funciona con las reglas de la afiliación, que son las únicas que saben usar los venezolanos. En Venezuela “tú eres las relaciones que tienes”, y por lo tanto, la pregunta que siempre debe tener respuesta es dónde los conocidos que reparten poder, influencia y beneficios.
En Venezuela se ha practicado un estatismo socialista de compinches, donde todo el mundo se reconoce familísticamente, y la regla que no se puede romper es precisamente la que impone que nadie puede ir contra nadie hasta el punto de dejarlo fuera, porque así no se trata a la familia. Efectivamente hay peleas y contradicciones dentro del grupo, pero eso sí, que la sangre no llegue al río, “que no hayga peos”, porque de eso no se trata. En Venezuela la meritocracia que funciona es la del adulador, la del jalabolas, la del compinche, la del que mantiene la armonía del grupo, la del alcahueta y la del relativista moral. Porque ya ustedes saben, hay que doblarse para no partirse, y los malos y los corruptos son los otros, porque nuestra propia maldad y corrupción tiene que ocultarse bajo el velo de nuestra propia condescendencia. Vivimos bajo el argumento de los dos raseros.
El problema está es que desde el relativismo y la alcahuetería no se construyen repúblicas, ni se abunda en la modernidad, y tampoco se puede garantizar libertad y derechos. El familismo es saqueo con malas justificaciones. Es populismo depredador y sectario. Es la cultura de la injusticia y los déficits de criterio para valorar al ciudadano. Es la vivencia de la mordaza y la reducción a la servidumbre del bufón, que tiene que vivir en las márgenes de la lisonja y la zalamería. Y por supuesto, la demagógica apelación a la lástima, porque “pobrecito, él, que ha dejado el pellejo, merece nuestra consideración”, aunque sea mediocre, no haya hecho nada, sea un traidor, un corrupto o un indeseable. En Venezuela el poder y el dinero son los grandes baremos de la más repugnante incondicionalidad, en relación de los cuales, está prohibido indagar, preguntar, razonar, considerar o valorar. Es un todo o nada tribal y fisiológico que deja al ciudadano desprevenido en la peor sumisión, y coloca a los liderazgos en la tentación de no romper, sino tratar de surfear las violentas olas del dejar hacer.
Porque si fuera más fácil no tendríamos la política que hoy nos pesa tanto sobre nuestras espaldas. Esa política es la representación más conspicua de lo que somos como sociedad, y de esa asfixia de inconformidad, tristeza y desolación que algunos ciudadanos tenemos. ¿Cómo es posible que dependamos del G4 y sus satélites? ¿Cómo es posible que tengamos tan mala calidad de dirigentes en una asamblea nacional que por eso mismo incumplió, se corrompió, e intentando ser gobierno interino, a través de su presidente, nos ha dado tantas razones para la vergüenza? ¿Cómo es posible que una semana tras otra debamos llevarnos las manos a la cabeza porque cuando no están negociando a espaldas del país están ocupados en sus propios asuntos, que nunca son los del país?
¿Cómo es posible que no exijamos responsabilidad sobre el tiempo derrochado, sobre los recursos recibidos, sobre una gestión tan permisiva? ¿Cómo es posible que nadie se pregunte cómo viven, de qué viven ellos y sus círculos de familiares y amigos? ¿Cómo es posible que aceptemos como buena la mentira, la tergiversación, el eufemismo y el vacío de sinceridad de este liderazgo? ¿Por qué no marcamos distancia de la futilidad, la improvisación y la falta de reflexión?
¿Cómo es posible que todavía hoy sean ellos los que nos dirigen sin que haya ocurrido rebelión, ruptura, corte radical y expulsión del juego? ¿Por qué seguimos creyendo en milagros súbitos, en “datos confidenciales” que se riegan por cadenas de whatsapp, en las mascaradas discursivas? ¿Por qué seguimos suplicando que haya unidad, como si la unidad exculpara de culpas o absolviera los déficit de carácter y compromiso de los defraudadores de nuestra confianza? ¿Cómo es posible que no vomitemos a los que firman hoy una cosa y mañana otra, a los que se bambolean en la ponchera de sus propios intereses, que antier se abrazaban, ayer endosaban y hoy dicen que se oponen?
¿Saben cual es el común denominador de todas las respuestas a esas preguntas? Que todos ellos cuentan con nuestra desmemoria, nuestra pertinaz indulgencia, nuestro arraigo caudillista, nuestra predisposición servil, y ese aturdimiento social que quiere forzar una relación carismática donde no hay esa energía extrema que pueda posibilitarlo. Ellos nos suponen erotizados, atolondrados y miserables. Ellos pretenden nuestra solidaridad automática, esa que nos hace comportar como familia mafiosa y no como republica liberal. Pero ¿somos eso que suponen y pretenden?
Romper es apostar a tres situaciones incómodas pero necesarias: A la soledad que se provoca cuando nos quedamos sin referentes; a la necesidad de comenzar de cero en la lucha por la liberación del país; y a la necesidad de replantearnos la cualidad que deberían tener los nuevos liderazgos, sin caer en la trama perversa de sustituir un caudillo por otro. Y todas estas decisiones suponen el dolor de la separación, del marcar distancia, de la reconstrucción del sistema de valores, y de la exigencia de responsabilidad y justicia.
O rompemos o estamos condenados. Porque estos políticos no son nuestros liberadores. Son nuestros carceleros. Se lucran de nuestra desdicha. Han convertido nuestro desierto en su empresa. Les interesa nuestra desmoralización para que no caigamos en cuenta de sus verdaderas intenciones. Sus programas son la continuación del saqueo estatista. Su discurso es la connivencia institucionalizada en un “gobierno de unidad y emergencia nacional”. Su práctica es la complicidad en competencia corrupta. Su mérito es el tiempo perdido y entregado como ofrenda al ecosistema de relaciones perversas a la cual pertenecen. Y nuestro aporte es, ya lo dijimos, la conmiseración con la que los tratamos. Pero romper ya va siendo cuestión de vida o muerte.
En este caso no vale hacer el intento de Abraham para salvar a las insalvables Sodoma y Gomorra. ¿Se puede salvar un sistema de relaciones perversas porque suponemos que hay un justo en medio de ellos? ¿Es que acaso “ese justo” no ha tenido tiempo para reflexionar, para apartarse, para denunciar la trama perversa, para pedir justicia y luchar por la libertad? ¿Es que acaso la omisión interesada, la permisividad agazapada, el colegiar la perversidad, no provoca responsabilidad? ¿Van a decir que no sabían nada? ¿Cuánto más debemos esperar por su conversión? ¿Cuánto más vamos a sostener una institucionalidad parlamentaria que se ha vuelto progresiva e irrevocablemente espuria? ¿Cuándo vamos a dar una lección de madurez y arrojo político que haga la diferencia? ¿Cuándo vamos a dejar de sentir la pajita para apreciar la viga que pesa sobre nuestro ojo y nos niega la visión de la realidad? ¿Cuándo vamos a dejar de castigar a los que tienen una mirada radical y crítica sobre nuestro proceso político?
No se avanza más porque hay un sistema de intereses creados en salvar el particularismo venezolano. Los caza rentas son variopintos, la renta que se percibe también. Algunos no quieren perder posición, otros no quieren enfrentarse al escrutinio de su grupo de amigos, otros no quieren perder su privilegiada capacidad de saqueo, otros no quieren perder la oportunidad de llegar al poder. Los intereses creados se encarnan en creencias y prácticas asociadas a la lealtad perruna y a la exclusión de los que piensan diferente.
No hay institución venezolana que no esté al menos rasguñada por la tentación mafiosa que pretende el unanimismo impracticable y una sumisión primitiva a la palabra y designios del grupo que toma las decisiones. Un particularista nunca hará justicia porque no cree en criterios de valoración universal. Un particularista nunca creará instituciones porque la abundancia institucional les resta poder y los pone en evidencia. Un particularista nunca será el heraldo de la libertad sino el reemplazo de la tribu con la que compite en la caza de la renta nacional, porque no tiene ética sino amigos, gente en la que puede confiar, y los otros, a los que desplazan.
Debo finalizar con lo que en 1969 escribió José Luis López Aranguren sobre la crisis moral, que a veces se confunde con una crisis política: “Es una crisis consistente en desmoralización. Desmoralización de los vencidos, originada en la impotencia, o en la conciencia -justa o errónea- de la impotencia. Desmoralización de los “vencedores” cuyo proyecto se limita, desde hace mucho tiempo, a la conservación a todo trance del poder. Y desmoralización de los ciudadanos, al margen de la política que, como masa neutra, apoya de modo pasivo a los detentadores del poder, porque solo están pensando en su propia condición de sobrevivientes”. Es una crisis moral que debemos atajar intentando la ruptura para la que tenemos muchas razones.
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