El General Suharto fue designado Presidente Interino en marzo de 1967. El Parlamento lo confirmó en el cargo por cinco años en marzo de 1968. Fue el comienzo del “Nuevo Orden” que gobernó Indonesia hasta 1998.
En 1971 llamó a elecciones legislativas, las primeras desde el golpe que lo llevó al poder. Su estrategia consistió en tomar control de una institución de representación de intereses—llamada “Golkar”—a la que convirtió en instrumento electoral y parlamentario. Además de los sectores productivos, incluía a la burocracia estatal y al ejército, este último en una clara posición de jerarquía.
Ello definió al Nuevo Orden como un régimen cívico-militar.
Golkar compitió con otros nueve partidos, con los cuales empleó un nutrido menú de manipulación: intimidación, división, cooptación e inhabilitación de opositores, obligación de los empleados públicos de votar por Golkar y la exigencia a las autoridades regionales de cumplir con cuotas de votos oficialistas. Todo a efectos de ejercer control de la oposición.
Golkar venció con el 63% de los votos, seguido por el Partido Islámico, UN, con 18 % y el Partido Nacionalista con 7%. Con ello obtuvo una sólida mayoría parlamentaria y se constituyó en máquina electoral hegemónica, repitiendo el esquema cinco veces y con resultados casi idénticos en las elecciones de 1977, 1982, 1987, 1992 y 1997. Así transcurrieron casi tres décadas de simulación de democracia competitiva, con los partidos de oposición funcionando como mecanismo legitimador.
El manual de Suharto parecería haber llegado hoy a manos de Maduro. Si miramos hacia atrás y recordamos la aplastante derrota del chavismo en las elecciones legislativas de diciembre de 2015, vemos que aquella avalancha de votos opositores lo dejó con un déficit de legitimidad irreversible. A partir de entonces el régimen ha intentado diversas fórmulas de validación, desde el modelo cubano de partido único con la Asamblea Nacional Constituyente en agosto de 2017 hasta el fraude grotesco estilo Stroessner en la elección de mayo de 2018.
Ninguno de ellos dio resultado. Un problema fundamental del chavismo es de diseño institucional. Un régimen de partido único es impensable en el marco del diálogo con actores internacionales; especialmente los europeos que a menudo le dan oxígeno. La repetición del fraude impúdico, a su vez, es impracticable; la vasta mayoría de las democracias volvería a rechazarlo como en 2018.
Tal vez por estas razones el régimen de Maduro parece haber dedicado el mes de junio para avanzar en el bosquejo de una nueva emboscada electoral. Nótese la secuencia. El día 12 el TSJ, de por sí ilegítimo, nombró nuevos rectores del Consejo Nacional Electoral (CNE), desconociendo la disposición constitucional que determina que ello le corresponde a la Asamblea Nacional. El TSJ ya había incurrido en similar violación en 2003, 2005 y 2014.
El día 15, el TSJ intervino en el partido Acción Democrática, nombrando arbitrariamente y sin consulta con sus militantes un nuevo Secretario General. El día 16, a su vez, procedió de manera similar con el partido Primero Justicia, revocando la autoridad del mismo y nombrando un “Coordinador Nacional”. Con ello vulnera la autonomía de los partidos políticos.
Todo indicaba la inminencia del llamado a elecciones parlamentarias, no era necesario leer las hojas del té. Y así fue, el mes concluyó con la convocatoria del CNE para el 6 de diciembre. Pero además con un agregado crucial: los diputados a elegir pasarán de los actuales 167 a 277, un aumento de 66 % que no guarda justificación legal ni técnica alguna.
El aumento de curules irá acompañado de una distribución diferente, allí reside la trampa. Véase: en las parlamentarias de 2015, 113 diputados (67.6%) se eligieron de forma uninominal y los restantes 51 (30.53 %) por representación proporcional en listas cerradas confeccionadas por los partidos. Los otros tres fueron representantes de los pueblos indígenas. En 2020, en contraste, se ocuparán 133 escaños por voto nominal y 144 por representación proporcional.
Es decir, los diputados elegidos por voto uninominal se reducen de 67.6% a 48% del total, mientras que los elegidos por listas de partidos aumentarán de 31% a 52% del total. Siendo que el régimen ha capturado a los dos partidos con mayor representación parlamentaria, AD y PJ, con ello buscará armar las listas de candidatos con aliados y cumplir con el objetivo de cooptar, finalmente, a la Asamblea Nacional. Una lógica transparente: votar pero no elegir.
Armado el nuevo fraude, el déficit de diseño del chavismo también impacta sobre una tarea central de la política: la administración del tiempo. Ninguna autocracia se sostiene únicamente por medio de la fuerza, también descansa sobre un cierto consenso para su reproducción en el tiempo. Por ello se requieren normas con las cuales se reciclan élites dirigentes y se renueva el quehacer político.
La Indonesia de Suharto, como vimos, funciona como analogía. Maduro persigue con similar mímica electoral extender su estadía en el poder, la quimera de su propio “Nuevo Orden”. Es demasiado tarde para una tarea tan cuesta arriba. La dictadura reveló su juego tramposo con las intervenciones arbitrarias e ilegales del TSJ, ya rechazadas por todo el mundo democrático.
El tiempo es el enemigo implacable del poder y este régimen ha pasado su fecha de expiración. “Veinte años no es nada” solo sirve para Gardel. En política es una eternidad.