Comencemos por enunciar la tesis de este artículo: En un país devastado institucionalmente la política, el liderazgo, el poder y la realidad no confluyen necesariamente por el mismo cauce, ni hacen sinergia. Todo lo contrario, lucen a veces ausentes, pero siempre descoyuntadas, disociadas, y en algunos casos con definiciones y cursos de acción mutuamente excluyentes. Si no estamos lo suficientemente claros sobre la situación política, si no hacemos una precisa composición de lugar, vivimos la paradoja y por lo tanto, no entendemos los por qué, no logramos atinar sobre las razones por las que es imposible salir de este atolladero, y a por qué cometemos la tontería de seguir cavando el foso aunque nuestro deseo sea salir del hueco.
Hay realidades que necesitan precisiones conceptuales. La política es una de ellas. Comprender esta situación paradójica requiere que partamos de algunos conceptos básicos.
Comencemos por la política. Sin política el hombre se reduce a ser el depredador de sus semejantes, en una guerra sin fin que recude la vida a la miseria más abyecta. Manuel García Pelayo diría que “es vida humana objetivada”, producto de los esfuerzos de la civilización para superar las relaciones violentas por el uso indiscriminado de la fuerza. Es una creación humana que sirve para arbitrar la convivencia entre los que son diferentes, y forma parte de una articulación compleja, racional y lógica, de carácter sociocultural, por la cual se generan las condiciones de marco para alcanzar buena parte de los ideales del hombre. ¿Cuáles ideales? “El arte que trata de alcanzar la belleza, la ciencia en cuanto trata de alcanzar la verdad, el derecho en cuanto trata de alcanzar la justicia, la ética en cuanto trata de realizar el bien, la economía en cuanto pretende alcanzar lo útil, la religión en tanto pretende alcanzar la santidad”. La política es el encuadre y el contexto de los proyectos que asumen los hombres, entendiendo que para lograrlos requieren de unas mínimas condiciones que reglen la convivencia.
Hannah Arendt lo plantea así: “La política es imprescindible para la vida humana, tanto individual como socialmente. La misión y el fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio. Es ella quien hace posible al individuo perseguir en paz y tranquilidad sus fines”.
Pero el concepto queda incompleto si no le agregamos otra categoría adicional. La política es una realidad social. Es un complejo de relaciones entre los hombres, que se desarrollan dentro de ciertas formas de carácter permanente a las que llamamos instituciones, y mediante determinados sistemas de la acción colectiva. Sin embargo, lo importante es que la política como realidad social es un esfuerzo precario que solamente se mantiene a través de las decisiones prudentes y acciones sensatas de los individuos. No hay política sin políticos, y sin ciudadanos que sean sus contrapartes activas. La política es un hacer constante, expresado en una serie de decisiones y de actos que son asumidos y encarados por las personas. El interés totalitario es devastar esta realidad social, acabando con la dinámica de la ciudadanía y decantando a los políticos. A los primeros los degrada a condiciones de lucha por la más elemental sobrevivencia. A los segundos los invalida cuando transforma el rol en una inutilidad a los efectos del cambio deseado. Por eso los políticos terminan siendo en estos casos complacientes capataces de una realidad inescapable.
García Pelayo cierra diciendo que la política es “un proceso integrador de una pluralidad de hombres y de esfuerzos en una unidad de poder y de resultados, capaz de asegurar la convivencia pacífica hacia lo interno, y la existencia autónoma en relación con el exterior”. Y aquí formulamos la primera de varias interrogantes, ¿puede existir la política sin unidad de poder y sin resultados, sin políticos y sin ciudadanos? ¿Puede existir la política en ambiente signado por la antipolítica, o sea, determinado por la violencia, en ausencia de instituciones, sin las organizaciones que canalizan la acción colectiva?
El totalitarismo del siglo XXI, el sistema perverso de relaciones perversas que nos niega la condición de contrapartes habilitados, en esa misma medida reniega de la política. El sentido de la política es la libertad, por lo tanto, un sistema de represión ilimitado, que ha desahuciado cualquier apelación a derechos y garantías, y trastocado todo acuerdo o relación social para asumirlos solamente como parodia, no puede proveer las condiciones mínimas para que se viva la política como vida humana objetivada.
Nosotros somos una ficción de ciudadanos. Lo somos, porque ni tenemos derechos reconocidos, ni podemos exigirlos a nadie. Los que aquí vivimos sabemos que dependemos de los mendrugos de una colosal operación de saqueo, y de la supuesta necesidad que todavía tiene el régimen de mantener las apariencias. Sin embargo, sabemos que de vidrieras, formas y propaganda conocen bastante los que necesitan ocultar la realidad. La política no sobrevive sin apego a la verdad, sin estética y búsqueda afanosa de la belleza, sin preocupaciones éticas y sin el reconocimiento del ser humano como entidad trascendente. En ausencia de política la vida y sus atributos humanos no tienen sentido. Tampoco el ejercicio del liderazgo, visto y asumido de la manera convencional. Por lo pronto, si esto es así, el papel crucial de los lideres no es otro que luchar hasta restaurar las condiciones para que haya política. Si no lo entienden, se vuelven triviales y anecdóticos. Contingentes y despreciables.
Hablemos de liderazgo. Dankwart A. Rustow, en su estudio sobre liderismo, propone que el líder afortunado se basa en una congruencia latente entre las necesidades psíquicas del líder y las necesidades sociales de sus seguidores. A pesar de los excesos narcisistas de algunos políticos, lo cierto es que no hay líderes sin seguidores. Esa ligazón que ocurre entre ellos es compleja, y confluye en el acatamiento voluntario de las opciones que plantea el dirigente. Allí, el hábito, el interés y la devoción personal, se conjugan para terminar legitimando aquello que ocurre. La parte que no se cuenta es que, si bien es cierto se busca que no haya violencia, también lo es que no hay forma de liderazgo que excluya la coacción, que puede ser abiertamente extorsiva, pero que la mayoría de las veces transcurre por rumbos mucho más sutiles. Y aunque eso ocurra, cuando hay una relación carismática, los seguidores construyen una percepción sobre los alcances del líder que los ciega sobre sus verdaderas cualidades, y los medios que usan para lograr el pleno y total acatamiento. Pero vamos a lo esencial: Al líder, o le hacen caso, o no es líder. Llamémoslo una referencia si quieren, un punto de vista, pero si ante sus llamados a asumir un curso de acción no hay una masa crítica dispuesta a tomar el riesgo, entonces no es líder. Recuerden la raíz etimológica: el que conduce, el que guía.
Cuando hay condiciones políticas apropiadas, se plantea una relación muy estrecha entre liderazgo y autoridad legítima. Algunos cuentan con autoridad formal sin tener liderazgo, y en ese caso son las instituciones, o la tradición, o ambas, las que apuntalan al que se siente con el derecho de mandar. Porque ese es otro atributo, el líder no es una impostura sino un agente social para lograr resultados. Un experto como Max Weber señaló lo estruendosas que suelen ser las revoluciones, su secular destruccionismo de las tradiciones y de las instituciones, y el vacío que provocan, que no deja otra opción que apelar al carisma para restaurar la autoridad legítima, o sea, para reponer la política. Por eso mismo el socialismo del siglo XXI trabaja afanosamente para envilecer hasta el extremo los candidatos a líderes, para mostrarlos en su peor condición de impudicia, para anunciar el precio por el que se venden, y así denostarlos hasta crear una ausencia absoluta de alternativas de conducción.
Pero supongamos que sobreviva un líder que apueste a su carisma, igual tiene que mantener una tasa productiva de “milagros” para seguir vigente. Un líder que solamente tenga atractivo pero que es a-instrumental se desvanece rápidamente. Tiene que ser capaz de producir resultados en la misma línea de lo que plantea su discurso, o la propia inestabilidad de su autoridad carismática se lo llevará por el medio. Porque si bien es cierto que los momentos carismáticos son altamente emocionales y forjadores de compromiso, a la hora de la verdad (la verdad es la realidad) o hace, o queda como un hablador de pistoladas.
Por eso las preguntas de Rustow al respecto son cruciales: ¿Quién dirige a quién? Eso nos permite saber quién es el líder, porque tiene seguidores. Y la segunda es todavía más importante, ¿quién dirige a quién, desde dónde a dónde? Porque o tienes un curso estratégico y las capacidades para recorrerlo, o eso que dice ser liderazgo es solamente una frustrante ensoñación. Finalmente, la necesidad de tener un líder es proporcional al desamparo de sus seguidores. Más miserable y desestructurada la condición de la gente, más interesados estarán en identificar a un profeta que los saque del desierto y los conduzca a la tierra prometida. Y este mundo está lleno de falsos profetas. Por eso no hay tiempo que perder, ni posibilidad de esperar la mejor oportunidad.
Hasta ahora podemos decir que en Venezuela no tenemos política, y por lo tanto se necesita un liderazgo con carisma que insurja y restaure las condiciones para que tengamos política. El problema ha estado en que la dirigencia “política” nunca lo ha visto así, y por eso mismo ha sido revolcada una y otra vez. Pero ¿los venezolanos están más claros que sus dirigentes, o son parte del problema? Porque el escenario sigue ocupado por usurpadores con algo de respaldo social.
El tercer concepto es el poder. Apelo a Talcott Parsons para enunciar que el poder es una capacidad que tiene un actor social para movilizar recursos en interés de lograr los objetivos que tienen planteados. Se refiere a la legitimidad social del proyecto, porque en ausencia de reconocimiento y respaldo social, nada es posible. La sociedad debe reconocerlo a él (me refiero al líder, como líder) y a su proyectos como válidos. Pero también se refiere al atractivo que es capaz de generar en el grupo de ciudadanos que se van a requerir para definir una organización con potencial y capacidades, los recursos financieros que se necesitan, y las facilidades de infraestructura que le son necesarias para tener éxito.
Para el sociólogo norteamericano el poder es capacidad organizacional legitimada por su atractivo, y por las facilidades que la sociedad está dispuesta de aportar al proyecto. El poder es una variable objetiva, cuya intensidad se mide en un continuo que va de menos a más, y que ranquea al líder y a sus oportunidades de ganar la partida. El poder es el dinero del sistema político. Si tienes más, puedes gastar más, si tienes menos, el consumo será más limitado.
El problema en la Venezuela totalitaria es que nadie tiene poder suficiente para derrocar un sistema de relaciones perversas del calado que tiene el socialismo del siglo XXI. Además, el poder acumulado por las oposiciones se dilapida dentro de una lógica, también perversa, rentista y demagógica, que es obsesivamente autorreferencial y nutre principalmente a los que se dedican a la política como fraude y parodia, pero no a la política y mucho menos a los ciudadanos. Su uso es onanista, sin finalidades específicas, y conchupante. Se usa para mantener privilegios propios y no para conseguir el cambio. El poder es usufructuado con severa amoralidad, fomenta las relaciones de complicidad, establece mafias, no está dispuesto al juego competitivo y apegado a reglas universales, condiciones que son inexcusables si se quiere realizar el cambio que ofrecen, pero que no están dispuestos a cumplir.
Pero volvamos a la línea principal de mi argumento. Liderazgo y poder no están debidamente acoyuntados. No solamente porque los montos de poder que se pueden recaudar para la causa son escuálidos, sino que está concentrado indebidamente por quienes no quieren hacer política. La situación es compleja. Hay varias oposiciones, ya lo sabemos. Las plegadas a las condiciones impuestas por la antipolítica, que solamente son capaces de reproducir un totalitarismo perverso, que tienen poder delegado pero limitado para el mero usufructo, incluso para demostraciones sensacionalistas de provocación, pero incapaces e indispuestas para intentar un cambio. Luego tenemos su némesis en liderazgos desafiantes, pero que no tienen poder ni claridad sobre los requisitos para generar el poder que necesitan.
Resulta trágico, pero hasta ahora no tenemos un ethos político, ni un liderazgo eficaz, porque no tienen poder suficiente, y tampoco saben crearlo en las proporciones que se necesitan. Esto ocurre porque los buenos líderes todavía tienen ligazones con los estafadores de la política, transfiriéndoles recursos de poder en el marco de una relación fagocigótica, propia de los parásitos. Por eso, si un líder se quiere dedicar a restaurar las condiciones de la política, tiene que hacer ruptura clara y precisa con el sistema perverso de relaciones perversas que se extiende a los que parecen ser, y no son, sus socios.
¿Y las encuestas? En estos casos de ausencia extrema de condiciones de la política, no tienen ningún sentido, más allá de ser una herramienta para mantener la moral de los propios y la distancia de los ajenos. Con encuestas no se destruye un sistema perverso, ni se gana el liderazgo y el poder que se necesitan para cambiar radicalmente las condiciones vigentes. Es una foto anómala y una proyección de las necesidades insatisfechas en un concierto de paradojas alucinantes. Si alguien cree que en medio de esta devastación una encuesta va a reflejar algo diferente a las imágenes de la desgracia, se está equivocando. Porque recuerden, un líder sin poder no pasa de ser una configuración espectral de nuestras propias carencias.
¿Y la realidad? Es el concepto de cierre, porque nos permite sacar las conclusiones que anticipamos. Manuel García Pelayo nos propone un concepto de la realidad política. “Es aquello que existe en el tiempo y, a veces, en el espacio, y que, por sustentarse sobre sí mismo, es independiente de nuestra voluntad”. Hasta aquí lo dicho se puede resumir en “deseos no empreñan”. Pero sigamos. “Realidad es no solo lo que existe, sino lo que resiste”. A partir de allí hace un inventario de la realidad política que vale la pena compartir:
1- Realidad política son los fenómenos eminentemente políticos: procesos, normas e instituciones políticas, que en el caso venezolano han sido arrasados y sustituidos por lógicas mafiosas, términos oscuros y la vigencia del poder asociado unívocamente a la fuerza.
2- Realidad política son los fenómenos politizados: aquellos fenómenos no políticos que son capaces de condicionar la política (las redes sociales podrían ser un buen ejemplo), y aquellos fenómenos que son susceptibles de ser condicionados por la política (el arte en los regímenes totalitarios, la economía en los estados intervencionistas, la ciencia y los científicos en las experiencias comunistas).
Ya sabemos que la experiencia totalitaria es una distorsión absoluta de la realidad política. Y que la realidad efectiva es devastada hasta lograr una condición de incapacidad estructural para instrumentar el cambio deseado, hasta el punto de que es capaz impedir incluso la narrativa clara y prístina de una alternativa instrumentable. De allí que se favorezca tanto la confusión y se financie el ruido y la saturación comunicacional.
Finalmente, ¿Qué es lo que tenemos? Una realidad política que niega la política. Un liderazgo supuesto que tiene poder limitado. Un liderazgo real que no tiene poder, y que además se deja fagocitar por quienes no aportan poder, sino que absorben el escaso poder que tienen. Y una realidad que está allí, pero que no se reconoce en toda su complejidad. El político esta alucinado, no pone el foco en la verdad, no entiende la dinámica del poder, no está al tanto de los requisitos del liderazgo que se necesita en estas circunstancias, y que no termina de comprender y asumir que su única vocación y dedicación debería ser insurgir para restaurar las condiciones de la política. Lo frustrante es que nadie quiere comerse las verdes. Nadie quiere bregar el cese de la usurpación. Y el régimen totalitario lo sabe, sonríe y sigue jugando.