Es difícil escribir sobre un país en ruinas. Se decía en años recientes que de no existir acuerdos entre el liderazgo nacional íbamos a negociar sobre los cadáveres de cientos de miles de venezolanos. Pues bien, después de tanto esquivar/engañar la realidad acá finalmente nos encontramos: entre el basural de un país que en la práctica no existe y que mucho menos, resulta el mejor país del mundo.
No lo es porque en un país normal, su gente no huye despavorida a refugiarse en otras naciones. Tampoco es un país normal, porque poco más del 94% de su población se encuentra en situación de pobreza. En un país normal no queman bibliotecas universitarias ni asaltan y desvalijan sus instalaciones, laboratorios ni roban su mobiliario. En un país normal el personal jubilado no obtiene un sueldo mensual de menos de 2 dólares.
En un país normal funcionan los servicios públicos todos los días del año, las 24 horas. En un país normal, los espacios públicos, sus monumentos artísticos y naturales son preservados porque forman parte del acervo cultural de todos.
Pero Venezuela ya no es un país, es un territorio en la práctica sometido al saqueo de sus tierras. Poco más de 11 mil kilómetros cuadrados del territorio están bajo una salvaje y cruel deforestación buscando oro y minerales estratégicos. Consecuencia de ello es la contaminación por mercurio de la cuenca hidrográfica de gran parte de los principales ríos de la Guayana, donde el río Caroní es la principal fuente de agua dulce para una población superior a los 3 millones de habitantes.
Venezuela, hoy, es el peor país del mundo para vivir, para visitar, para hacer turismo o para establecer alianzas gubernamentales con instituciones solventes y países democráticos. Esto duele escribirlo, pero es la realidad. Y de ello su población debe tomar consciencia. Porque no tiene sentido seguir engañándonos haciendo falsas afirmaciones para banalizar a un régimen que ha terminado por controlar total y absolutamente a su población, acorralada, enferma, hambrienta, humillada, vejada, llena de incertidumbre yperseguida.
Hoy, la población que se vio en la necesidad de migrar para sobrevivir mantiene una idea del país de hace 5-10 años atrás. Ese venezolano de sonrisa amplia, de puertas abiertas y de fácil trato, ya no existe. Quedó como una fotografía congelada en el tiempo. Lo que existe es una población (lo dicen las estadísticas), enferma, pobre, profundamente deprimida (esta es la población donde se registra la mayor cantidad de suicidios en América Latina y el Caribe).
No, Venezuela no es el mejor país del mundo. No puede serlo porque la población infantil está en emergencia por desnutrición severa en un porcentaje demasiado alto. No puede ser un país, porque en un país normal, los ciudadanos confían en sus autoridades militares y policiales. Acá, los pobladores de este territorio temen a los cuerpos de seguridad, se refugian en sus casas cuando ven pasar un vehículo militar-policial. Tiemblan cuando deben salir después de las 6 de la tarde por alguna emergencia, porque saben que muy probablemente se encontrarán con grupos paramilitares, sea de los llamados Colectivos o comandos del crimen organizado, bandas armadas del narcotráfico o células de las guerrillas.
Nadie en su sano juicio puede hoy afirmar y defender la noción de Venezuela como un país, como una nación y menos como una república. Eso en la práctica no existe. La lógica indica que en un país normal al presidente no le buscan para detenerlo y por su captura ofrecen 15 millones de dólares. O que al presidente del Tribunal Supremo de Justicia lo buscan para juzgarlo por delitos y ofrezcan 5 millones de dólares.
Este territorio llamado Venezuela está, en la práctica, sub dividido en zonas de influencia extranjera. No existen ciudadanos ni ciudadanía. En la práctica somos pobladores, pisatarios que en cualquier momento podemos ser desalojados hasta de nuestras propias viviendas. La fuerza bruta, bélica, impera en todas partes. El día a día está regido por la violencia verbal, gestual. Una población sometida, lanzada a “devorarse entre ella” para sobrevivir. Los ejemplos se observan en las largas, extenuantes colas para surtir combustible, adquirir alimentos, obtener gas doméstico, subirse a un transporte público, lograr algunos litros de agua potable, entre un largo etcétera.
Donde usted fije su mirada verá la ruina, la desolación, el descuido, la mugre y el mal olor. La proliferación de moscas, zancudos, ratas y ratones es parte de la cotidianidad, de la conversación vecinal. Hay un tufo ambiental continuo que degrada la condición humana. El tradicional olor a perfume francés se evaporó. Este habitante tiene otro olor, se desplaza con otros modales y su habla es otra. Peor aún, la mirada contenida encierra su desesperación.
Pocos mantenemos un país acurrucado en nuestros recuerdos, prolijo y aquietado en nuestro corazón. Pero sabemos que es una falsedad. La ruina material de los grupos de poder del régimen, avanzan y trituran todo lo que tocan. Parques, plazas, museos, hospitales, cementerios, playas, bosques, avenidas, sistemas de transporte: aéreo, fluvial, marítimo. Empresas, industrias, partidos políticos, oficinas públicas, comunicaciones.
Consecuencia de ello son estos resultados que indicamos. No, no puede existir ni un país ni una ciudadanía medianamente normales. Los buenos no son más sino menos. Escasean las almas nobles, son raras y por eso se resaltan por las redes sociales cuando llegan donaciones o alguien logra salvar una vida. Lo normal en Venezuela es la anormalidad, la injusticia y un tipo de población rapaz, depredadora, capaz de pasar por encima de cualquiera para sobrevivir. Esa es la realidad. Hay una maldad que se evidencia en un tipo de venezolano que no tiene remordimientos, ni pasado ni futuro. Es banal, acomodaticio, mentiroso, depravado, inmoral, que vive al día sin importarle nada más que su interés individual.
Venezuela, hoy, es un territorio inhóspito, sórdido, donde impera la barbarie, sin ningún rumbo formal. Sólo buscar alimentos, medicinas y acumular agua para llegar vivo al siguiente día. Es casi un imposible creer en algo o en alguien. En estas condiciones, cualquier solución real, palpable, por insólita que parezca, sería bienvenida.
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