La actual situación venezolana, por su complejidad, dificulta visualizar salidas concretas al gravísimo atolladero en que nos encontramos. Para empezar, es imposible digerir que quienes detentan el poder, deliberadamente adopten políticas y conductas perjudiciales a la población. Pareciéramos estar en un mundo invertido, en el cual el fin del gobierno fuese destruir la economía, apropiarse de los dineros públicos y acabar con la producción petrolera. Y lo ha logrado: la economía es, hoy, apenas un tercio del tamaño de cuando Maduro ocupó la presidencia y la producción petrolera, para junio, sólo un 15% del existente cuando comenzó su gestión. Convertir a Venezuela, otrora el país más próspero del continente, en el más pobre –como constata la ENCOVI 2019—, constituye una proeza insólita. Lo único que hace dudar de que fuese este su propósito es que, al haberse logrado en tan poco tiempo, revela una eficiencia (macabra) impensada en la gestión del régimen.
Más allá, turba el desprecio absoluto de Maduro por el parecer de la inmensa mayoría del país, que clama desesperada por un cambio político. Niega todo lo que se espera de un mandatario. Asimismo, desconcierta su desdén por una opinión pública mundial que lo insta a respetar la constitución y los derechos humanos, a pesar de que ello repercute en sanciones que cercan su margen de operaciones.
La situación que se evoca es la de un mundo bizarro que no obedece a criterios de racionalidad, por lo menos de aquellos basados en el bienestar y la libertad de los venezolanos. Con un “anti-gobierno” de tal naturaleza, es harto problemático entenderse. ¿Con base en qué objetivos, metas? El hecho de que, contra todo pronóstico, continúa en el poder, representa un insulto a la razón y a nuestro sentido de justicia. Que los malos de la partida parecieran salirse con las suyas en estos momentos –con tan terribles costos para la población–, contraría nuestra fe básica en la convivencia en sociedad. Hablo de “malos” a conciencia: no hay forma de pensar que los destrozos causados –por su magnitud y extensión-, hayan sido por accidente o producto de la ignorancia de sus ejecutores. Han sido resultado de políticas deliberadas.
En ese mundo al revés, Maduro se mantiene, como es sabido, con base en la fuerza bruta. Desata, desde el poder, la violencia de sus esbirros y órganos represivos, conformando –bajo tutoría cubana– una eficaz maquinaria de terrorismo de estado para someter a la población. Hoy, lo auxilia el estado de emergencia implantado con la excusa de combatir el Covid-19. El confinamiento extendido, el racionamiento de la gasolina, los toques de queda y las medidas de represión para su cumplimiento –las arbitrariedades y atropellos cometidos por la Guardia Nacional–, complementan el ansiado control social despótico.
La presteza en acudir a la fuerza obedece a dos factores: la defensa del régimen de expoliación del que son beneficiarios los detentores del poder; y la legitimación que otorga una construcción ideológica perversa, destinada a exculpar los atropellos cometidos en la prosecución de lo anterior. El régimen de expoliación explica la obstinación de Maduro y su camarilla por el poder, desafiando el deber ser. Para ello, desmanteló el Estado de derecho y cultivó cuidadosamente una sociedad de cómplices dedicados a depredar la riqueza social, corrompiendo a las cúpulas militares y segregando o castigando (cárcel, tortura, amenazas a familiares) a los honestos. Destruyó, así, a la economía, mientras pisoteaba los derechos de los venezolanos. Hoy impera sobre nosotros una nueva oligarquía, militar y civil, conformando verdaderas mafias que dominan las fuentes de su expoliación sobre las riquezas del país: extorsión y confiscación de empresarios, saqueo de las riquezas minerales de Guayana, despojo de PdVSA, robos de dineros públicos, estafas, tráfico de drogas, etc.
El constructo ideológico patriotero y comunistoide pretende absolver, entre las filas oficialistas, esta depredación, creando una falsa realidad que aísla a los perpetradores de estos delitos contra la nación de toda increpación, cobijándolos como “revolucionarios” que obran en beneficio del pueblo. La destrucción de la institucionalidad democrática y de la rendición de cuentas se justifica ¡alegando la construcción del socialismo! Lejos de sentir arrepentimiento por sus atropellos, emergen imbuidos de una pretensión de supremacía moral” (¡!) que los lleva a insultar a todo aquel que los critique.
Esta postura alimenta sentimientos de desesperación entre algunos opositores, porque pareciera que un régimen que no tiene razón de existir, que representa un sinsentido, está ganando la partida. La confusión y merma en la iniciativa del liderazgo democrático contribuye con esta percepción. Los venezolanos no la hemos tenido fácil en esta lucha contra el fascismo, más con la experticia y represión que ha aprendido de los cubanos.
Pero, al poner las cosas en perspectiva, se observa que el fracaso aparente de la oposición se mide sólo en su incapacidad de desalojar a los mafiosos del poder, no porque su proyecto haya sido derrotado, perdido vigencia o apoyo. La supuesta victoria del fascismo reside exclusivamente en que todavía detenta los mandos del Estado. Pero ¿ha fortalecido su proyecto, ha ganado más adeptos, convencido a la opinión pública mundial? ¿Ha logrado insuflarle sentido a su gestión, asegurar su futuro? Al contrario, el chavomadurismo no tiene factibilidad alguna como propósito. Su único objetivo es sobrevivir, pero ya no como proyecto político, sino para mantener el régimen de expoliación, que es su razón de existir. No tiene vida más allá, pero tampoco alternativa. Cual parásitos, los chavistas son incompatibles con la prosperidad de su anfitrión; Venezuela. Pero al matar a ésta, acaban con su propia existencia.
La oposición democrática está obligada a reunir fuerzas para darle el empuje final a estos trogloditas y rescatar a la nación de su aniquilación. No obstante las dificultades, debe aprovechar todas las oportunidades para debilitar aún más al fascismo e impedir que asuma la iniciativa. Debe arrinconarlo políticamente. Esto significa asumir una política proactiva ante la convocatoria arbitraria a elecciones parlamentarias hecha por Maduro, exentas de toda garantía para que se exprese la voluntad popular. Como señala Henrique Capriles, no basta denunciarlas por fraudulentas y cruzarnos de brazos a esperar que, a cuenta de tener nosotros la razón, se derrumbe definitivamente el apoyo al régimen o intervengan fuerzas externas que lo desalojen. Con esa convocatoria tan burda, Maduro se ha puesto el mismo contra la pared. Solo si la oposición se mantiene inerme, podrá sacarle provecho político.
No se trata de decidir entre ir o no al diálogo con la mafia militarizada, o de acudir, o no, al llamado electoral. Obviamente, no hay la más mínima intención, por parte de los fascistas, de ceder poder por cualquiera de estas vías. Acabar con el juego democrático es un propósito crucial, por ende, de su mandato. Pero eso les coarta sus posibilidades de respuesta ante las amenazas crecientes que representan las sanciones, el encogimiento de sus bases de depredación y el malestar de la población. No tienen como labrar consensos que alivien sus problemas de gobernabilidad y su apoyo, tanto interno como externo, es cada vez más menguado. La verdadera disyuntiva está, entonces, en cómo aprovechar las coyunturas que se presenten, sean cuales fueran éstas, para fortalecer la opción democrática y debilitar, aun mas, las posibilidades de esta mafia de mantenerse. Refugiarse en el uso de la fuerza, cada vez más compartida con cuerpos irregulares, tiene un indudable costo político.
Sé que es muy cómodo hacer recomendaciones desde afuera. Ofrezco mis excusas por tal atrevimiento. Pero me ampara una enorme confianza en esa nueva generación de jóvenes políticos que han asumido un rol protagónico en la lucha por desalojar al fascismo, conscientes de que su permanencia acaba con toda posibilidad de construirse un futuro provechoso. Demás está repetir que la unidad de propósitos y de acciones será decisiva para que su liderazgo rinda los frutos esperados.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela, [email protected]