Esperábamos para preguntar por el precio y calcular el pago del medicamento, en la concurrida farmacia. La lentitud del sistema, nos permitió ver la entrada de una mujer policía al área de la medición de la tensión arterial que gratuitamente ofrece la cadena, sentándose a esperar su turno luego de despojarse del chaleco antibalas.
Ella, quien seguramente no pasaba de la treintena de edad, apenas untaría las manos con una gota de antibacterial, internándose con todos sus arreos policiales al local. De subirle la tensión, no dispondrá de un eficaz servicio médico, de la apropiada póliza frente a todo riesgo, ni del dinero necesario para adquirir y consumir puntualmente sus pastillas, con un salario deplorable para una familia numerosa que espera el regreso con vida al barrio que la sabe una “sapa”.
Quizá la destacan en algún lugar para improvisar una alcabala, apenas con un trozo de tela en la boca, sin el equipo necesario para afrontar el COVID19, dependiendo enteramente del favor de Dios. Sólo es reconocida por las faenas represivas de la ciudadanía inconforme, pero nunca por el cumplido desempeño de un oficio tan arriesgado.
Por lo menos, tres veces arriesgado en relación al cuidado que debe tener de no ser sorprendida por el delincuente que desea despojarla del arma de reglamento, de no irritar a las mafias que contaminan la entidad policial y de no suscitar algún procedimiento que la entrampe innecesaria, administrativa y, menos, judicialmente, quedándose sola. Además, quien tan bien e íntimamente ha radiografiado la desidia de la usurpación respecto a la total inseguridad personal de la ciudadanía, ha compactado la suya – digamos – en defensa propia.
La escena de la farmacia, nos condujo a un párrafo de “La memoria y del olvido” de Leonardo Padura, prudentemente suscrito en 2009: “Lo cierto es que gracias a la existencia real del funcionario incapaz de resolver un problema o aquejado de la más compacta indolencia, o por obra del indolente (o cansado de remar a contracorriente) trabajador de la opinión pública, comunales, educación que mira hacia el lado para desentenderse de una realidad que no está en su ‘plan de trabajo’, va creciendo en la sociedad cubana un mal mucho mayor: la desidia espiritual, la atmósfera visual degradada, la actitud despreocupada hacia el medio donde viven y se educan muchos urbanos de hoy en día, hasta transformarse humanamente en personas indolentes y depredadoras, sin sentido de pertenencia ni de respeto por la propiedad ajena o colectiva”