Como tantos otros nefastos diseños antidemocráticos, el primer caso relevante de destrucción de la independencia del Poder Judicial se inició en Venezuela, seis meses después de la juramentación de Chávez como presidente de la República. En agosto de 1999, tras crear la Comisión de Emergencia Judicial, dio los primeros pasos: remplazar a los magistrados titulares —en su mayoría, juristas de larga trayectoria— por abogados afectos a su patógena revolución, aunque los mismos no cumplieran con los requisitos académicos y profesionales que establecía la ley. Pero ello no importó, porque el propósito era el contrario al de la recta administración de la justicia: crear una estructura tribunalicia que atendiera, sin rubor alguno, al deseo de instaurar un poder hegemónico que les permitiera controlar a la Venezuela por tiempo indefinido, al tiempo que les garantizaba total impunidad.
La paulatina colonización del Poder Judicial fue solo el primer paso dado por Chávez. Simultáneamente dio inicio a una campaña para minar su institucionalidad (llegó, en cadena de radio y televisión, a comparar al TSJ con un tumor al que había que extirpar). Luego vinieron, una tras otras, decisiones que violaban la Constitución vigente y las leyes, que invadían las funciones de otros poderes públicos, que desconocían los derechos de los ciudadanos. De hecho, la Sala Constitucional creada a su gusto se erigió —y se mantiene todavía hoy— como una especie de suprapoder que actúa por encima no solo de la propia Constitución, sino también desconociendo la voluntad popular, ejercida a través del voto. Se llegó a este extremo: los “magistrados” declararon públicamente su afecto por Chávez y su régimen. En sus manos, el Tribunal Supremo de Justicia se declaró revolucionario.
Antonio Canova González, Luis Alfonzo Herrera Orellana, Rosa Rodríguez Herrera y Giuseppe Graterol Stefanelli publicaron en 2014 El TSJ al servicio de la revolución, que documenta con preciosismo, todo este proceso. Pero, además, lo analizan desde la perspectiva cuantitativa: de las casi 21.000 sentencias dictadas entre 2005 y 2013, más de 98% fueron decisiones favorables a los intereses del poder. Cuando no declaraban inadmisible la causa de los ciudadanos, respondieron desconociendo la ley, inventando criterios ajenos al derecho, negando derechos, violando la Constitución, las leyes, la lógica y el sentido común, de modo abierto y descarado. El Tribunal Supremo de Justicia mutó en el gabinete jurídico-policial del régimen.
Esta atrocidad adquirió para comunistas y neocomunistas europeos y latinoamericanos, y para los abogados miembros de su servidumbre, el estatuto de un modelo a reproducir. En la Argentina de los Kirchner, la Bolivia de Evo Morales, la Nicaragua de Murillo y Ortega, el Ecuador de Rafael Correa y la España de Iglesias y Sánchez, se tomó un camino semejante: colonizar el Poder Judicial para convertirlo, paulatinamente, en un mecanismo de sometimiento de la oposición democrática, de periodistas y medios de comunicación y, en un sentido más general, de ciudadanos y sectores sociales que disienten y claman por el cumplimiento de sus derechos.
En un artículo que publiqué en este mismo espacio, a comienzos de año (“El juez, destructor del Estado democrático”), advertía que comunistas y neocomunistas han avanzado en la creación de una especie de doctrina, bautizada con nombre pretencioso: “Nuevo paradigma constitucional”. El bodrio, cuya creación se debe a autores cubanos y españoles, descansa sobre un doble y dantesco fundamento: que los sistemas judiciales deben ser armas para conquistar el poder y, una vez alcanzado, prolongarlo de forma indefinida, garantizando la impunidad de los poderosos. Así, el sistema judicial, se erige, no en un factor de equilibrio entre los poderes, sino como la pieza clave del engranaje populista-totalitario.
Su catálogo de modos de operar y sus usos retóricos es muy amplio: tomar decisiones que escandalicen a la sociedad y estimulen un malestar permanente hacia la política democrática y las instituciones republicanas; minimizar la gravedad de los ataques a la estabilidad y la convivencia; denunciar la existencia de un supuesto “derecho burgués” contrario al “derecho popular”; violar la ley, el debido proceso, el derecho a la defensa y demás procedimientos básicos de la justicia, amparados en un falso compromiso con el pueblo o la humanidad.
La acción contra del expresidente Álvaro Uribe Velez está claramente inscrita en una de las modalidades predilectas del uso de los tribunales para socavar el funcionamiento de las democracias: crear un circo, concebido en este caso, para erosionar la imagen y el liderazgo de quien no ha dudado en enfrentar la narcopolítica en Colombia y en Venezuela. Como ha declarado su abogado, Uribe “no le pidió a nadie que sobornara a ningún testigo, ni dio instrucción alguna para que se consiguieran testigos, limitándose, como es su derecho legítimo, a pedir que se verificara la información”: estos han sido los fundamentos que han servido para justificar su detención, un flagrante ejemplo de la manipulación política del sistema judicial.
Solo quiero añadir esto: suscribo la preocupación que han expresado miles y miles de especialistas y ciudadanos de todo el mundo, cuando han señalado que, detrás de la acción contra Uribe, se esconde el ruin interés de resquebrajar la cultura republicana y democrática de Colombia. Hay un ataque en marcha, con ramificaciones en todos los estamentos de la sociedad colombiana. La mayoría lo repudia. Pero otros lo celebran: izquierdistas de diversa tonalidad, narcoguerrilleros, contrabandistas y miembros del crimen organizado.
Este artículo se publicó originalmente en El Nacional (Venezuela) el 9 de agosto de 2020