La semana pasada, la explosión de un depósito donde había almacenadas casi 3.000 toneladas de nitrato de amonio arrasó con el puerto de Beirut y destrozó gran parte de la capital libanesa. Al menos 137 personas murieron, miles resultaron heridas y cientos de miles se quedaron sin casa. Para un país que ya venía sacudido por una crisis política y económica, los desafíos por delante no hicieron más que agudizarse. La única posibilidad de superarlos reside en una reforma profunda del sistema político y de las alianzas regionales del Líbano.
Según el gobernador de Beirut, las pérdidas económicas totales como resultado de la explosión pueden alcanzar entre 10.000 y 15.000 millones de dólares. Sin embargo, el estado libanés ya está al borde de la quiebra. Ahora bien, con el régimen cleptocrático e incompetente que gobierna el país, ningún prestador internacional, ni siquiera el Fondo Monetario Internacional, está dispuesto a ofrecerle crédito.
Sin duda, como resultado de esta última crisis, el Líbano recibirá una ayuda internacional considerable. Los donantes ya han prometido casi 300 millones de dólares en asistencia humanitaria en una cumbre virtual, para respaldar la atención sanitaria, la seguridad alimenticia, la educación y la vivienda.
Ese dinero no es gratuito. Para impedir que caiga en “manos corruptas”, como dijo el presidente francés, Emmanuel Macron, la ayuda será encaminada a través de las Naciones Unidas, organizaciones internacionales y ONG, y no a través del gobierno libanés. Saben que, si los gobernantes actuales del país están en control de las finanzas, sus aportes no harán más que perpetuar la corrupción y la crisis. Desafortunadamente, esto es sólo un paliativo financiero temporario que no puede resolver las causas subyacentes de los males del Líbano. Es más, podrían llegar a aligerar la presión interna sobre la clase política del país.
Es cierto, los donantes internacionales reclaman una reforma política y económica. Pero la triste verdad es que superar los poderosos intereses particulares del Líbano –entre ellos su clase gobernante y las potencias externas, como Irán y Siria, que ejercen una considerable influencia doméstica- será casi imposible. El presidente del Líbano, Michel Aoun, una marioneta de Hezbollah, ni siquiera aceptaría el reclamo de una investigación internacional de la explosión del puerto. Su argumento es que esto podría “diluir la verdad”.
La política del Líbano refleja la permanente lucha sectaria del país. Todo lo que se interpone entre una relativa calma y un caos violento es un sistema frágil de distribución del poder que incluye a grupos étnicos y religiosos enfrentados, entre ellos los cristianos maronitas, los drusos y los musulmanes sunitas y chiitas.
Pero ese sistema desde hace mucho tiempo depende de gigantescos ingresos de capital, que permitieron que la elite sectaria se afianzara a través del clientelismo. Una interrupción repentina de esos ingresos el año pasado hizo añicos los cimientos del sistema, desatando protestas generalizadas y sacudiendo la delicada paz del Líbano.
Sin embargo, la dinámica interna del Líbano prácticamente no se puede separar de los acontecimientos regionales. La política sectaria del Líbano ha permitido que las potencias extranjeras ganaran una posición sólida en el país, convirtiéndolo en una parte integral del Eje de Resistencia liderado por Irán contra Israel y los proyectos regionales de Estados Unidos.
El enorme apoyo de Irán a Hezbollah ha permitido que el partido político y la milicia chiita se convirtieran en lo que probablemente sea el actor no estatal más poderoso del mundo, con capacidades militares que eclipsan las del ejército del Líbano. Es revelador que, cuando Macron visitó Beirut después de la explosión del puerto, multitudes entonaran “libérennos de Hezbollah”.
Pero Hezbollah goza de un amplio respaldo entre los chiitas del Líbano, que representan un tercio de la población del país y conforman la secta más poderosa, política y militarmente. Quizá más importante, la soberanía del Líbano sigue estando subvertida por Irán, que está comprometido a utilizar a Hezbollah para promover sus propias prioridades estratégicas. Cuando se produjo la explosión de Beirut, un tribunal especial respaldado por las Naciones Unidas estaba a días de pronunciar su veredicto en el juicio de cuatro supuestos miembros de Hezbollah por el asesinato en 2005 del ex primer ministro libanés (y el hombre de Arabia Saudita en Beirut) Rakik Hariri.
Por supuesto, los objetivos regionales de Irán han espoleado la resistencia: el espectro de una guerra entre Israel y Hezbollah ha venido creciendo últimamente. El aspecto positivo de la explosión de Beirut puede ser que evita –o al menos anticipa- ese conflicto, en el que Israel destruiría la infraestructura del Líbano para neutralizar los 150.000 misiles que Hezbollah ha escondido entre la población civil antes que devasten el frente interno vulnerable de Israel.
Las penurias del Líbano hacen más difícil que Israel pueda llevar a cabo un ataque preventivo de estas características a las capacidades militares de Hezbollah, y desalienta a Hezbollah de antagonizar con Israel. Pero cualquier disuasión mutua que exista es frágil, en el mejor de los casos. Si Hezbollah (con la ayuda de Irán) desarrolla misiles de precisión, no hay ninguna perspectiva de éxito.
Aún sin estos armamentos, la esperanza de la comunidad internacional de usar la ayuda como una palanca para generar un cambio –una esperanza compartida no sólo por potencias occidentales como Francia, sino también, potencialmente, por Arabia Saudita y los otros estados del Golfo- tal vez no arroje frutos. Como presuntamente el propio Macron le dijo al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, las sanciones contra Hezbollah le hacen el juego a aquellos a quienes deberían debilitar, incluido Irán.
Dicho esto, la sociedad civil vibrante y bien desarrollada del Líbano ha forzado un cambio antes. Después del asesinato de Hariri, la Revolución de los Cedros –una serie de manifestaciones bajo el lema “libertad, soberanía e independencia”- provocó el retiro de las tropas sirias del Líbano.
Pero la sociedad civil libanesa enfrenta una oposición mucho más severa hoy que cualquier cosa que los sirios sitiados podían montar en 2005. En los últimos 15 años, Irán ha invertido profusamente para convertir al Líbano en su campo de juego estratégico. Como resultado de ello, Hezbollah es más poderoso y el Líbano, más dependiente que nunca de las potencias externas –entre ellas Irán, Siria y Rusia.
Estas potencias no se relajarán y permitirán una reforma del sistema político que ha transformado al Líbano en un eslabón crucial en su estrategia regional, inclusive a costa de convertir al país en otra Libia. Lejos de una nueva Revolución de los Cedros, los esfuerzos por exigir una reforma podrían derivar en un conflicto muy parecido a la guerra civil de 1975-90, en la que las potencias extranjeras y las milicias locales enfrentadas aunaron fuerzas y destrozaron al Líbano.
Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Relaciones Exteriores de Israel, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Es el autor de Scars of War, Wounds of Peace: The Israel-Arab Tragedy.
Este artículo fue publicado originalmente en Project Syndicate el 11 de agosto de 2020