En La Guaira, el puerto cercano a Caracas, Juan Almeida, albañil desempleado, obligado por el hambre y el deber para con los suyos, discurrió hace dos meses salir a pescar en la más frágil de las embarcaciones imaginables: una cámara neumática. En Venezuela las llamamos “tripas”.
La propulsión necesaria para no estar a merced de las corrientes la brindan dos tablillas de PVC mañosamente usadas como remos, uno de los cuales a ratos se dobla en timón. Chapaletas de submarinismo completan los recursos.
Almeida pesca con anzuelos dispuestos en palangre, a distintas profundidades. No lo hace solo, con él se echan al mar, igualmente apremiados por la escasez, varios otros albañiles, vecinos de su barriada, una favela encaramada en la serranía que bordea la Costa Central.
Las fotos de Matías Delacroix que acompañan una reciente nota de Associated Press dejan ver a Almeida y sus amigos pescando en resolana, no muy alejados de la avenida costanera que los caraqueños conocemos tan bien. Es claro que se lanzan al mar desde la escollera que va de El Cardonal a la Punta de Mulatos. No son aguas mansas.
En otro tiempo, Almeida y sus amigos posiblemente animarían una croniquilla volandera sobre la ingeniosidad de los lugareños en plan de pesquería. Solo que el país que Almeida puede ver desde su tripa es hoy, tras 20 años de «socialismo del siglo XXI», el más pobre del Hemisferio, muy por detrás de Cuba, Nicaragua y Haití.
Sin trabajo, debido a una recesión que pronto cumplirá siete años— se estima que a fines de año la caída del PIB será del 20% —, con una inconcebible hiperinflación de 10.000 % y precios dolarizados, Almeida se tiene por afortunado al vivir frente al mar, donde al menos no necesita dólares sino bogar con arrojo y saber cebar anzuelos. Nunca antes Venezuela había pasado tanta hambre como la que a simple vista se aprecia en todas partes.
El más reciente informe del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, publicado en abril pasado, se refiere a 2019. Fue este el año en que la crisis alimentaria arreció en todo el mundo, al punto de pronosticar para 2020 que 135 millones de personas en 55 países iban a hallarse en lo que los expertos llaman “inseguridad alimentaria severa”.
En esas cuentas, América Latina puso 18,5 millones de los cuales 50% estaban ya en Venezuela. Es decir, más de nueve millones, en una población que, en virtud del éxodo que ha arrojado del país cuatro millones largos de personas, anda en los 28 millones. De los 10 países con peores crisis alimentarias, Venezuela ocupaba antes de la pandemia el cuarto lugar después de Yemen, República Democrática del Congo y Afganistán.
Todo lo que ya era malo hace seis meses ha empeorado infernalmente con la pandemia, pero es imposible cuantificarlo. Un cerrojo informativo que evoca el hermetismo cubano en punto a cifras de contagio y decesos nos deja solo con inverosímiles cifras oficiales. Los médicos, el personal sanitario público y privado y, desde luego la prensa, se han visto vigilados, detenidos arbitrariamente y hasta agredidos físicamente desde el inicio de la emergencia.
Oficialmente, para el 15 de agosto, el régimen de Caracas afirmaba haber confirmado 32.607 casos y solo 276 muertes por covid-19. La indigencia del sistema de salud bolivariano, señalada como muy grave por diversos organismos internacionales, y la comparación de las cifras venezolanas con las de los países vecinos, Colombia y Brasil, no permite sino pronosticar una catástrofe epidémica. Tan solo el gremio médico y sanitario de un único Estado, el de Zulia, registra ya más de setenta defunciones atribuibles al coronavirus.
Almeida y sus compañeros ya llevan en esto de la pesca de subsistencia más de dos meses y han ganado tanta experiencia que en ocasiones el grupo boga hasta tres millas mar adentro. Se aventuran lejos de la orilla para alejarse de los competidores pues no son pocos los que, por emulación, han optado también por la “pesca en tripa”. También han aprendido a subir muy lentamente lo que enganchan para no atraer tiburones.
En estas aguas, y aun con avío tan sencillo, suelen picar parguitos, catalufas, peces-luna, corocoros y un pez pelágico llamado “cataco” que, asado y acompañado de una arepa, hace un gran desayuno. La pesca cabe en un morral, se reparte entre los vecinos y, con suerte, parte de ella se vende en dólares.
Me queda la inquietud de que Almeida no sea despojado de su pesca por algún desalmado de las FAES, la fuerza de choque y exterminio que empavorece los barrios venezolanos. Con todo, una tripa en la que flotar con la gorra sobre los ojos, a quinientas brazas de la orilla, mientras la brisa, la deriva y el palangre de anzuelos hacen su trabajo es, sin duda, uno de los lugares más seguros que pueda hallar actualmente cualquier ciudadano de un país como Venezuela.
Este artículo fue publicado originalmente en El País (España) el 17 de agostos de 2020