La destrucción de Venezuela salta a la vista. De estar, junto a Argentina y Chile, entre los países de mayor ingreso por habitante de América Latina en 2012 –estimación basada en la Paridad en el Poder Adquisitivo (PPA) de sus respectivas monedas–, la Encuesta de Condiciones de Vida (ENCOVI), levantada por la UCAB, la ubica, hoy, en el “sótano” de la región, apenas por encima de Haití, pero con una tasa de pobreza –como porcentaje de la población– más alta. Esto se explica porque ese ingreso medio se distribuye de manera más injusta que en los demás países, salvo Brasil. Debe sumarse a ello la falta de agua, luz, gasolina y de seguridad, para comprender el horror en que viven los venezolanos. La economía está en el suelo. La del subsuelo –petrolera– no podía estar peor. Extrae, actualmente, la séptima parte de lo que extraía en 2012. Para finales de año, la deuda pública externa será casi veinte (20) veces el monto de las exportaciones totales; esta relación era de 115%, en 2012.
Lo anterior no resulta de las sanciones internacionales impuestas al país. Las restricciones financieras datan de agosto, 2017, cuando el país se encontraba en su cuarto año seguido de contracción y entraba ya en hiperinflación. Es obra de una nueva oligarquía que se apoderó de Venezuela para expoliarla: una coalición de intereses que se regodea en todo tipo de irregularidades mil millonarias, a sabiendas que, con ello, terminan matando a su huésped. Los integrantes de esa oligarquía son los verdugos del país.
En entregas anteriores, hemos reseñado someramente los integrantes principales de esta oligarquía: una cúpula militar corrupta, sus patrocinadores y cómplices civiles al mando del Estado, y un tribunal supremo abyecto que se prostituye, tantas veces sea necesario, para avalar, con sus sentencias, la violación del ordenamiento constitucional por parte de los anteriores y aplicar un sicariato judicial contra todo aquel que se oponga. El presente escrito abordará una de las excrecencias más notorias de este régimen funesto: la proliferación de bandas paramilitares, de naturaleza criminal, que han combinado actividades delictivas con la asunción de labores represivas y de intimidación a la población. En este quehacer confluyen organizaciones muy diversas, con orígenes y propósitos iniciales bastante disímiles. No obstante, han ido solapándose en sus actividades y ello permite agruparlas, hoy, en una misma categoría. Estamos hablando de bandas criminales, propiamente dichas –megabandas, las que operan desde las cárceles bajo la orden de los pranes, aquellas adueñadas de distintos barrios, los “sindicatos” mineros– y otras como las FAES, las brigadas de la DGCIM y del Sebin, el ELN, las FARC cimarronas y muchos colectivos autocalificados de “revolucionarios”[1].
La confluencia de estas organizaciones en torno al crimen y su apoyo al régimen se ilustra con el ejemplo del “pranato”. Además de dirigir secuestros, ajustes de cuenta, asaltos, tráfico de drogas, robo de vehículos y otras lindezas desde las cárceles, se ofrecen para colaborar con las acciones represivas de Maduro. Se recordará el caso del Puente Santander, frontera con Cúcuta, Colombia, a donde fue llevado por la ministra, Iris Varela, un contingente de presos con franelas amarillas, con la misión de amedrentar a los voluntarios que intentaban ingresar ayuda humanitaria a Venezuela. Es notorio, asimismo, que las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), comando de la policía Nacional Bolivariana, suele completar sus razias asesinas contra jóvenes, presuntamente delincuentes, en los barrios humildes, llevándose también enseres diversos y comida de las viviendas de sus familiares. El ELN, en coordinación, o a veces en conflicto abierto, con los llamados “sindicatos” mineros, asume, junto a algunos cuerpos militares, funciones de Estado, encargado de imponer “orden” en los territorios sin ley en que se han convertido los saqueos de oro, coltán y de otras riquezas minerales de Guayana. Y así, sucesivamente. Los cuerpos represivos complementan cada vez más su día a día con la extorsión de comerciantes y moradores, y la confiscación y robo de sus bienes. En alcabalas, puertos aeropuertos y fronteras, ello se ha convertido prácticamente en norma, sobre todo en manos de la Guardia Nacional.
Expresión particular de esta simbiosis entre delincuencia y orden “revolucionario” son algunos colectivos que se han enseñoreado en zonas populares, como el 23 de Enero, ejerciendo funciones de gobierno de facto, resguardándolas de bandas extrañas y cobrando la protección respectiva. La impunidad de que gozan en estos quehaceres les abre las puertas, también, a otras menudencias non-sanctas. Notorios son los videos que muestran supuestos colectivos disparándole a manifestantes anti-gobierno, bajo la mirada indolente y cómplice de la Guardia Nacional. Tales colectivos suelen incluir a funcionarios policiales y otros agentes represivos, quienes, junto a algunos milicianos, comparten con delincuentes. Una versión menos “ideológica” de esta relación es la planteada en las llamadas “Zonas de Paz”, territorios entregados, de hecho, a bandas criminales, bajo el acuerdo de que ahí no entraría la policía. Pero su versión más grotesca es la representada por los pranes, a quienes, en la práctica, se les ha entregado la gestión de las principales prisiones, dentro de las cuales, protegidos de sus rivales desde ámbitos de insospechada comodidad, dirigen acciones delictivas y cobran importantes sumas.
Desde luego, estas organizaciones se enfrentan mucho entre sí. Las FAES se tirotean con pandillas en los barrios, las megabandas con el CICPC y entre ellas, e, incluso, cuerpos represivos se han disparado mutuamente. Tales enfrentamientos son propios del submundo criminal, donde resentidos, dotados de poder de fuego, y ávidos de poder y de riquezas, compiten por imponerse. No se trata de ningún conglomerado consustanciado con propósitos, valores e intereses comunes. Agrupar a organizaciones tan diversas bajo la denominación de “bandas paramilitares” en este análisis busca argumentar que son expresión de una misma descomposición social y política, no obstante los conflictos entre ellas.
Estas organizaciones han proliferado gracias al ambiente de impunidad que trajo el desmantelamiento del Estado de Derecho. Un poder judicial a la orden del saqueo nacional y policías penetradas por la corrupción, han forjado espacios auspiciosos para sus actividades. Son una excrecencia del régimen de expoliación implantado, con el cual se identifican y suelen expresar lealtad. Muchas son socias o extensiones, a nivel de base, de procesos de despojo y de robo orquestadas desde altas posiciones de poder; estribaciones de montañas de corrupción y saqueo erguidas sobre el país. Algunas se cobijan en la retórica revolucionaria, incluido aquel apotegma según el cual los delincuentes son, en realidad, víctimas de la explotación capitalista. Otras se valen de supuestas posturas antiimperialistas para estrechar contactos con organizaciones similares a nivel internacional, conformando redes criminales que se extienden a otros países.
Las espantosas tasas de homicidios y de otros crímenes en Venezuela, las más altas a nivel mundial, son fiel expresión de la anomia resultante de esta “revolución” bolivariana. Se alterna la represión de algunos criminales con la tolerancia o, más allá, la convivencia activa con determinadas bandas, en particular si, con su complicidad, se tiene acceso a jugosas oportunidades de saqueo o expropiación.
Pero el verdadero rostro criminal del régimen deriva de su trato desalmado a su propia población. Ello acaba de cobrar gran visibilidad al hacerse públicos los hallazgos de la Misión Independiente de Verificación de Hechos del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que dan testimonio de las torturas, ejecuciones extrajudiciales, maltratos dantescos a prisioneros políticos y abusos de todo tipo con que el régimen pretende mantenerse en el poder, calificados, en el informe, como delitos de lesa humanidad. Se señala, ahí, que Maduro, Padrino López y Reverol no pueden sustraerse de su responsabilidad en estos crímenes. Son los que comandan, en última instancia, el terrorismo de Estado.
En fin, expresiones del Hombre Nuevo del Socialismo del Siglo XXI.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, [email protected]