Aún está oscuro en Los Ángeles. Son casi las 5 de la mañana y Amira calienta el motor del camión de carga pesada que conducirá por las próximas seis horas.
Por BBC Mundo
Está maquillada y tiene la manicura hecha, lleva una camisa a rayas, jeans ceñidos al cuerpo y unas botas con un leve tacón alto con las que trata de conservar su feminidad y romper con el estereotipo del camionero o “troquero”, como se le dice en Estados Unidos, donde vive desde 2015.
La mujer de 50 años posa su cartera junto a la palanca de diez cambios y se lanza a la carretera como desde hace ya dos años.
“Los primeros días manejaba pegada al volante, llegaba a mi casa y no sentía mis brazos del estrés, no tomaba ni agua”, dice a BBC Mundo esta mujer siria en un perfecto español con acento de Venezuela, el país que la adoptó por 27 años y del que también tuvo que salir.
A veces invierte las largas horas del camino en el camión para hablar con su madre y sus hermanas, que viven en Siria en medio de la guerra civil.
Para su tranquilidad, su familia está en el sur del país, lejos de la línea de combate.
Amira, que no es su nombre real y que pide proteger su identidad por su situación migratoria en el país, es una doble inmigrante. De Siria a Venezuela y de Venezuela a Estados Unidos.
Reinvención continua
Amira entró a Estados Unidos en 2015 con sus dos hijos adolescentes(ahora tienen 18 y 20 años), unas pocas mudas de ropa y la memoria llena de recuerdos de toda una vida en Venezuela.
Su hija mayor, que ahora tiene 30 y salió un par de años antes, pidió asilo y la esperaba en Los Ángeles.
“De Venezuela me fui con todo el dolor de mi alma”, aún recuerda.
La mudanza a Estados Unidos la llevó a dejar atrás a la acomodada mujer comerciante de Maracay (centro de Venezuela) para meterse por completo en el “troque”, un negocio por lo general reservado a hombres.
No es que no se haya reinventado antes. Le tocó hacerlo muchas veces cuando tuvo que cambiar de rubro en sus negocios para intentar esquivar los golpes de la crisis económica venezolana que terminó prevaleciendo y obligándola a salir.
“Cuando llegamos a Estados Unidos el cambio fue muy brusco”, indicó Amira, que como millones de inmigrantes vive con el miedo de que un día toquen a su puerta y se la lleven para deportarla.
Su situación migratoria es compleja. Habla poco de ella, pero dice que “solo un milagro” la salvaría. “Mi estatus legal en este país es mi gran dolor de cabeza”, aseguró.
“En Venezuela no importa que tu cédula (documento de identidad) diga extranjero, en Estados Unidos sí”.
Como muchos inmigrantes en Estados Unidos, Amira quería darle mejores oportunidades a sus hijos, pero llora al ver que el más chico, excelente estudiante, dice, no puede cursar ingeniería civil en una buena universidad porque no tiene para pagarla.
Y sin papeles, no pueden optar a ayudas económicas.
“En Venezuela no te preguntan si tienes o no papeles. Aquí sí. Tú acá podrás ser muy trabajador, muy estudioso pero si no tienes papeles no te dan la oportunidad de graduarte”.
Llegada a Venezuela
Amira tenía 3 años cuando llegó por primera vez a Venezuela. Su abuelo materno fue el primero de su familia en viajar a mediados de la década de 1960, cuando el boom petrolero atrajo a miles de árabes, que a su vez querían dejar atrás guerras y crisis económicas.
“Quería llegar a Brasil pero terminó en Venezuela”, explicó. “Trajo a sus hijos y a mi papá, y así vine yo con dos hermanas más. Llegué muy niña”.
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