Apenas alcanzaron dos días para que Stepanakert, la capital de la autoproclamada república de Nagorno Karabaj, en medio de las montañas del Cáucaso, quedara desfigurada por los bombardeos azerbaiyanos y vaciada de gran parte de su población.
Este martes, tras una noche y mañana lluviosas y sin explosiones, Stepanakert parecía un pueblo fantasma. Los pocos habitantes que se quedaron, en su mayoría ancianos, se aventuraban con sumo cuidado fuera de los refugios para ver los daños ocasionados o para conseguir alimentos.
Hace 72 horas, y pese a la reanudación de las hostilidades armenio-azerbaiyanas, desde el 27 de septiembre, la vida era casi normal para las 55.000 personas que vivían en la vitrina de la República Armenia de “Artsaj”, proclamada en 1991, y estrechamente vinculada a la vecina Armenia en contra de Azerbaiyán.
A pesar de los combates en el frente, a unos 30 km de distancia, la población todavía se movía casi con normalidad por las coloridas calles de esta limpia ciudad, con un toque de encanto provinciano, conocida por el orgullo de sus habitantes, su aire puro, sus manzanas, su vodka local y el “jangyl”, un delicioso pan con hierbas.
Pero, el viernes comenzaron a caer cohetes y bombas. Una lluvia de proyectiles, a menudo muy difíciles de identificar. La ciudad ahora muestra las cicatrices, con algunos edificios derrumbados, tiendas y fachadas devastadas.
En dos lugares, por lo menos, cohetes aparentemente sin explotar, están semiclavados en el suelo.
Sobre la avenida de los Combatientes por la libertad, arteria principal de Stepanakert, gran parte de los escaparates han volado en añicos. Un edificio cúbico y frío, típico de la era comunista, pero sobre todo vecino al ministerio de Defensa local, quedó particularmente afectado, como lo demuestran las ventanas rotas y los vehículos destripados en el párking.
– “¡500 kg!” –
En una colina del barrio Sasuntsi Davit, la carretera asfaltada y una casa de dos pisos quedaron pulverizadas, dejando un cráter de diez metros de ancho y fragmentos de asfalto del tamaño de una sandía esparcidos por el resto de la ruta.
Sus ocupantes, un cincuentón y su padre anciano, se salvaron de milagro: “estábamos tomando el té, y apenas tuvimos tiempo de bajar al sótano”, comenta asombrado el hijo, Vazguer Badassian, quien no es capaz de identificar el ingenio –de “al menos 500 kg”– que provocó el desastre.
Más abajo, se encuentra el “Artsvaberd”, famosa tienda local de muebles y sofás, que fue saqueada.
Por supuesto, todos los cristales de los alrededores se han roto. Los restos en el suelo se hacen añicos bajo los pies, las cortinas se agitan con el viento en las ventanas destrozadas.
Un anciano camina con cautela entre los escombros, entre los que hay algunos fragmentos de acero afilado de metralla. “Todavía lloro al ver esta destrucción”, dice, casi entre lágrimas, Jamal Tadevossian, de 83 años.
“Aquí conocemos los bombardeos”, añade el anciano con orgullo, “hemos vivido en estas tierras armenias desde hace siglos, estos turcos musulmanes nunca nos harán partir”, afirma.
El apartamento de su cuñada se encontraba dos pisos arriba de la mueblería, pero “por suerte estaba en el refugio con nosotros, en el sótano de nuestro edificio”.
Final del respiro al comienzo de la tarde: las sirenas de alarma vuelven a sonar y todos regresan a guarecerse en sus refugios.
AFP