Tres años atrás, cuando estalló el éxodo venezolano, René Cobeña puso en marcha un refugio para migrantes, ahora el más grande en Perú. Está ubicado en la calle Los Olmos de San Juan de Lurigancho. Viven cerca de 120 venezolanos y colombianos, aunque alguna vez también hubo argentinos y haitianos. Ha coleccionado sus rostros. “Nunca se olvidan esos rostros”, dice René, que conformó también el Comando COVID-19 cuando ocurrió la crisis sanitaria.
Por larepublica.pe
Integrado por diez venezolanos, cada mañana el Comando sube hasta las zonas extremas del distrito más poblado del país, cargado con víveres y asistencia. Un papá viudo que no ve a sus niñas desde 2018, un sobreviviente del conflicto armado colombiano, un ingeniero amenazado por el régimen… sus historias se bifurcan, pero no buscan protagonismo.
Aún ahora, cinco meses después, el grupo contribuye con 300 ollas comunes a la semana. En un país con rezagos de xenofobia, René Cobeña ha reivindicado la resistencia migrante. “No hay descanso”, se agita, toma asiento en su oficina del albergue Sin Fronteras y habla de estos días en que ha visto llanto, miedo, dolor. Y fraternidad.
Decías hace poco que con esta emergencia has confirmado que en Perú el hambre mata en silencio y que la desidia es generacional.
Y que el abandono estatal es casi una norma. Aún ahora hay mucha incertidumbre. Pero cuando estalló todo, muchos no entendían incluso qué era el coronavirus, ni siquiera lo que hacía falta para evitar los contagios. Creo que ese fue un punto de partida para conformar el Comando COVID-19. Migrantes venezolanos —olvidados por su patria, cabe decir— al servicio de los más olvidados del país. Esta pequeña acción, míralo como quieras, ayudó psicológicamente a la gente. Aún ahora vamos con música, con equipos de desinfección y ayuda de víveres. Cuando los vecinos se enteraban que no son peruanos, su rostro cambiaba a la sorpresa. ¿Quién iba a ser capaz de arriesgar su vida para subir a los cerros? Aquí en el refugio había gente dispuesta a tender esa mano.
¿A cuántos pobladores de San Juan de Lurigancho han podido llegar con esta asistencia?
Me atrevo a decir que el 80% de los asentamientos del distrito ha recibido ayuda. Además, semanalmente, venimos contribuyendo a 300 ollas comunes con ayuda del Banco de Alimentos. Es bien difícil decir que no. Esta es la segunda vez que me pasa. La primera fue con el albergue. Lo pensamos para 10 venezolanos, a lo mucho 20. Pero de pronto empezaron a tocar la puerta migrantes sin trabajo, con enfermedades, víctimas de violencia de género o xenofobia. Decir no, en esas circunstancias, era algo desalmado. Lo mismo ahora.
¿Cuánto ha impactado el papel del migrante en estas actividades?
Demasiado. Me da pena decir que mi gente aún mantiene la costumbre de menospreciar a otro que es distinto a ti, que piensa distinto a ti, que habla distinto a ti. Yo soy migrante, esa experiencia dio inicio a todo lo demás. Creo que la mejor forma de ver la migración como oportunidad es difundir estas labores. Ellos mismos se ofrecieron, yo solo fui un puente. Ninguna municipalidad hacía trabajos de desinfección; sin embargo, aquí lo convocamos y fuimos. No es vanagloria: es una manera de decir que tú también lo puedes hacer. Claro, no se puede negar: hay migrantes malos, pero los buenos siempre son más. Me parece importante resaltar también algo que quizá se nos ha olvidado: entre los 70 y 80 hubo una migración masiva de peruanos y ahora casi 3 millones viven en el extranjero, incluyo a mi familia que está en Estados Unidos y Japón.
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