Gracias al petróleo, pero también a nuestros esfuerzos, Venezuela dio un salto enorme a la vida moderna. Con todas sus fallas, después de 1958, dejamos una larga historia de guerras civiles, aunque hubo momentos difíciles con los golpes militares y la insurrección armada respaldada por Cuba, pero supimos salir adelante. El país de tres universidades, pasó a más de cien al finalizar el siglo, con hospitales, autopistas, una importante riqueza forestal y agropecuaria, una industria pesada en Guyana, grandes metrópolis, el complejo Hidroeléctrico de El Guri, generaciones mejor alimentadas que todas las precedentes, puertos y aeropuertos en plena faena, en fin, niveles de vida envidiables o demasiado envidiables de compararlas con el presente. Las instituciones funcionaban, llamadas a perfeccionarse, y tanto fue así que hasta se le reconoció el triunfo electoral a Chávez Frías, el golpista de años atrás. Ya declinaba la renta petrolera y el llamado que fue frustrado, era el de una economía abierta y competitiva, ensanchando todas las libertades, incluyendo las económicas. Hasta hubo momentos en los que se podía tomar directamente agua del grifo, sin correr riesgo alguno.
Bastaron pocos años para el indecible retroceso hacia la barbarie, donde los problemas se resuelven por vía de la violencia: sólo Maduro y el maladraje al que se asoció, tiene las armas. Veinte años atrás, nadie hubiese creído como algo cotidiano los apagones y que, por ejemplo, la otrora pujante ciudad de Maracaibo fuese acabada, como lo está ahora, entristecida aún en las fibras más íntima de cada maracucho. O que la alegría de cada oriental, como es el suscrito, se convirtiera en desasosiego, angustia, preocupación. Los llanos venezolanos, bajo control de terroristas, viven de nuevo la experiencia de la violencia, el control de grandes extensiones territoriales por los capitostes del poder, la economía de subsistencia. Repelidos y también asesinados, nuestros aborígenes de sur saben del saqueo minero, devastador, cruel, implacable. Margarita vive del recuerdo de antiguos esplendores, probando con la pesca artesanal para medio vivir y las alturas andinas, están teñidas de grupos de irregulares que apuestas por una guerra internacional contra el gobierno de Bogotá.
El regreso a la tribalidad y a la barbarie es un sueño de los comunistas, inscrito en la propia tradición marxista. Significa desconocer toda la modernidad de la que supimos los venezolanos, renunciando a ella. Algo que no podemos permitir. Imposible de volver a esas etapas, pagamos un alto precio y no es otro que el de la catástrofe económica, la represión y la censura. Pero el asunto subyace en los más ingenuos militantes del PSUV, cada vez menos, que así se lo hace creer la jefatura. Con mucha razón, Carlos Rangel, en su “Marx y los socialismos reales” (Ateneo de Caracas, 1980, pág. 90), escribía: “… Es imposible volver a la quietud de la sociedad tribal. El hombre ha ejercido sus facutades críticas y ha probado la libertad. A nostalgia por la totalidad y el intento de alcanzarla no podrán devolvernos a la armonía ‘natural’ de la edad de oro, sino precipitarnos hacia el totalitarismo político, que no es sino un simulacro sangriento de armonía social”. Visionario Rangel, sin dudas.