Chile ha sido un país de grandes historiadores. Como los hermanos Amunátegui. Y de grandes historiógrafos, como José Toribio Medina. Ninguna rareza que algunos de ellos hayan ocupado las máximas magistraturas. Ser un historiador fue, en el Siglo XIX, señal de notabilidad. Como ser un juez. Estos, a cargo de la justicia; aquellos a cargo de la memoria. Y la relación con la historia, particularmente con la historia patria, una relación de respeto y honorabilidad como la relación con las leyes forjadas en el decurso del desarrollo histórico. Y nuestro crecimiento como Nación.
Sin siquiera imaginar que Don Andrés Bello era caraqueño, y que se vio compelido a quedarse primero en Londres y luego aceptar la invitación del embajador chileno en Gran Bretaña, don Mariano Egaña, e irse a cumplir el fructífero periplo de su vida en la que sería su segunda, si no su primera Patria, el Chile de Bernardo O’Higgins, los chilenos llevan más de un siglo pasando frente a su monumento, ante los portones de la Casa Central de la Universidad de Chile, sin saber que ese señor tan serio y ya legendario había nacido y se había criado a las orillas del Catuche, una de las quebradas que bajando desde El Ávila, van a dar al Guaire, en el centro del valle de Caracas.
Su nieto chileno, don Joaquín Edwards Bello, escribió un hermoso ensayo que tituló, por todo lo anterior, Mi Bisabuelo de Piedra. Se refería al fundador y primer rector de la Universidad de Chile, honrado con su monumento al frente de la Casa Central. Y si bien en su caso, esa relación de familiaridad tenía razones de sangre, su presencia durante varias generaciones al frente de nuestra principal casa de estudios lo ha convertido en el bisabuelo de piedra de millones de chilenos, que muy posiblemente ni siquiera reconocen su existencia, menos aún su familiaridad. Andrés Bello es, después de Alonso de Ercilla y Zúñiga, autor de La Araucana, nuestro primer chileno honoris causa. Por cierto, la primera constitución que vertebró la existencia de la Nación, la de Portales de 1833, fue escrita por él con el sabio concurso del bisabuelo de piedra, su compadre. Con quien, por cierto, solía celebrar sus parrandas de cuecas, chinas y vino tinto.
Las izquierdas chilenas, históricamente desclasadas y bárbaras, han venido a desconocer nuestra primogenitura y a ofender y a humillar a nuestros bisabuelos de piedra. Prefieren la orfandad. Ser guachos de historia. Creen o quieren hacernos creer que nacimos por partenogénesis. Antes reconocen a Lenin, a Stalin y a Fidel Castro como figuras matrices de nuestra, su nacionalidad, que a Don Andrés Bello, Balmaceda y el general Baquedano. De allí el parricidio político que cometen.
Es una homicidio en retroceso: creen que extirpando la historia podrán rehacerla partiendo de cero. Y en el colmo de su estulticia, creen que pintando de rojo al general Baquedano lo convierten en un marxista leninista. Esa, no otra es la razón por el afán de barrer con la constitución vigente, que heredamos de la obra originaria de Portales y Bello, y reconstruir la historia jurídica de Chile como si la hubieran parido los comunistas.
Lo hicieron en Venezuela, desarbolando la mejor Constitución de su historia, la de 1961, con una asamblea constituyente impuesta a cañonazos y golpes de Estado, y formada por cantantes de cervecería, ex presidiarios y guerrilleros fracasados. El resultado es manifiesto: gracias a esa constitución y el Estado reformado, la primera reserva petrolífera del planeta ya no tiene petróleo. El castro comunismo venezolano cumplió a cabalidad, gracias a esa constituyente originaria, con la predicción de Winston Churchill: si el socialismo se hace cargo del Desierto de Sahara, en pocos años desaparecerá la arena.
Al crimen de lesa humanidad que cometen las izquierdas chilenas atentando contra el pasado, que quisieran desconocer como el suyo propio, se suma la vergüenza con que proceden los herederos de la democracia liberal, defendida a sangre y fuego por sus fuerzas armadas. Ya se ve el precio: tolerar la auto amputación de la chilenidad. Razón tenía Hegel: quien olvida el pasado, arriesga repetirlo.