A fin de cuentas, el islamismo no es más que un problema policial que, en tanto que problema policial, puede tener solución. El islam, en cambio, no tiene solución ni la tendrá nunca. Y es que mal puede compadecerse con los principios últimos que inspiran las normas de nuestra convivencia civil un sistema estructurado de reglas de conducta, el contenido en el Corán por más señas, que se asienta en el imperativo de imponer una regulación religiosa de la moral pública que, por lo demás, nos repugna. Eso no tiene remedio, a menos que, al modo de algunos de nuestros representantes electos, optásemos en nuestro fuero interno por la rendición; e incondicional, huelga decir. Tan ingenuos en el fondo, los occidentales llevamos un par de siglos persuadidos de que todos los demás nos admiran, de que ansían ser como nosotros, tan ricos, tolerantes y civilizados como nosotros. Pero eso solo es una fantasía. Los bárbaros no quieren ser como nosotros. Al contrario, quieren destruirnos. Y el arma para que lo puedan lograr algún día se la hemos entregado nosotros mismos se llama multiculturalismo. ¡Viva Voltaire! ¡Viva Francia!
Este artículo de publicó originalmente en Libertad Digital el 27 de octubre de 2020