Si en los últimos días podía discutirse sobre si la legalidad del proceso de vacancia –que no poníamos en tela de juicio–, bastaba para darle legitimidad al Gobierno de Manuel Merino, hoy ese debate está zanjado: el nuevo Poder Ejecutivo se ha quedado sin reservas de legitimidad y sin autoridad moral, en gran parte por su propia torpeza, mezquindad e insistencia en el error. Tienen que dejar Palacio de Gobierno cuanto antes.
Ayer, en la segunda marcha nacional convocada contra la administración del expresidente del Congreso, se cobró dos vidas humanas. Ello tras días de represión policial, orientada a los ciudadanos que ejercían su derecho a la protesta, y a la prensa, que cumple con el deber de mantener informado al país. A las heridas de nuestros colegas y a la indignación de millones de compatriotas, hoy se suman dos muertes. Esto es inaceptable.
En un vacío, el fallecimiento de cualquier persona es una tragedia. En este contexto, es una afrenta. El Gobierno y varios de sus portavoces se han dedicado los últimos días a pasar por agua tibia las protestas, a imputarles la interferencia de grupos extremistas, a hacerse los desentendidos con las razones que las motivan y, en general, a no reconocer que estas son el síntoma más claro de que no tienen la legitimidad necesaria para asumir la tarea más importante que tiene el aparato público: la jefatura del Estado.
Todo ello, sumado a la actitud tomada por el ahora exministro del Interior Gastón Rodríguez, que ha mentido arteramente sobre el empleo de la fuerza por parte de las fuerzas del orden en el control de las manifestaciones, dibujaba un panorama insostenible. En momentos en los que la transparencia es clave, desde Palacio se optó por la opacidad, una circunstancia intolerable en un contexto donde las redes sociales (y, en este caso, los informes médicos) dan cuenta de los abusos que se están perpetrando.
Así, lo que empezó como una ojeriza contra la decisión –tomada por un Congreso populista, irresponsable y carente de autoridad moral– de remover a un presidente que debía ser juzgado por lo que se le acusa al acabar su mandato en medio de la peor crisis sanitaria y económica de los últimos cien años, hoy se ha transformado en el repudio contra un mandatario y su equipo que han demostrado ser completamente incapaces de gobernar un país.
Lo ocurrido ayer es un punto de quiebre. Manuel Merino de Lama no puede seguir siendo presidente del Perú. A estas horas es posible que haya renunciado al cargo, pero si no, tiene que hacerlo hoy, o ser removido del puesto por el Congreso de la República, tal y como anunció a la prensa el presidente del Congreso Luis Valdez ayer por la noche. Su permanencia es una ofensa a la memoria de los jóvenes que han muerto anoche. Ya la gran mayoría de sus ministros han elegido renunciar, salvo algunas deshonrosas excepciones. Por dignidad deberían hacerlo todos.
Toca al Congreso de la República, cómplice del descalabro que hoy vivimos, tomar, ahora sí, las decisiones correctas, pensando en el bien del país y ya no en los intereses que han nutrido todo su accionar. Así, se necesita poner en el cargo más alto del sector público a una persona que pueda cerrar las heridas que tenemos abiertas desde hace cinco años, y que esta representación decidió profundizar estos días.
Este artículo se publicó originalmente en El Comercio (Perú) el 15 de octubre de 2020